En busca del sabio catalán (II)
La Barcelona de GARCÍA MÁRQUEZ
El Heraldo (Barranquilla, Colombia)


Josep María Castellet, García Márquez, Carlos Barral, Mario Vargas Llosa, Félix de Azúa, Salvador Clotas, Julio Cortázar y Juan García Hortelano, en un restaurante de Barcelona, en 1972.

Por Heriberto Fiorillo,
enviado especial

En Barcelona, Gabriel García Márquez y su esposa, Mercedes Barcha, tienen hoy cuidado con los lugares que visitan. En sus mejores horas, bares, cafés y restaurantes de la capital catalana flotan enrarecidos, ambientados en el gris de la humareda que la mayoría de los comensales atizan en perjuicio de todos. Barcelona es, con Tokio, una de las ciudades del mundo donde se fuma con mayor efervescencia. En los setenta, todos también fumaban, Gabo fumaba, sus amigos fumaban, hasta Mercedes fumaba, aunque los paquetes de cigarrillos no cargasen, como ahora, enormes y múltiples prevenciones mortuorias.

«Durante las horas de trabajo –dijo por aquellos tiempos García Márquez a Miguel Fernández-Braso – fumo cuarenta cigarrillos negros y el resto del día se me va en desintoxicarme. Los médicos dicen que me estoy suicidando, pero no creo que haya trabajo apasionante que de algún modo no sea un suicidio».

Los García Márquez habían llegado por primera vez a Barcelona en octubre de 1967 con el propósito de permanecer no más de ocho meses en la capital catalana, huyendo de las hieles de la fama provocadas por el éxito de Cien Años de Soledad y buscando, en el país de Franco, material de lectura sobre los dictadores, para su próxima novela.

«Inicialmente pensé que podría ser el monólogo del propio Patriarca –ha dicho Gabo- pero me dí cuenta de que si la historia era contada únicamente por él, la novela se reduciría a un solo punto de vista. Durante mucho tiempo me leí todos los materiales que encontré sobre el tema, inclusive decidí viajar a España porque quería conocer todas las posiblidades de tratamiento sobre el tema».

A los periodistas que empiezan a buscarlo entre las ventas de periódico de Las Ramblas y los corredores de hotel, Gabo les revela a fines de los sesenta por qué estaba él destinado a vivir en aquella ciudad: «Era lo natural. Traté mucho, e influyó mucho en mí un librero catalán establecido en Colombia: Ramón Vinyes. Él presidía la tertulia del Café Colombia. Gran tipo. Mi homenaje anónimo fue incluirle en la nómina de locos personajes que pueblan Macondo. Ramón era un hombre muy enterado».

Barcelona, además de ser una de las más bellas ciudades europeas, albergaba un núcleo cultural y de oposición intelectual al régimen franquista. De nuestras tierras había llegado antes el peruano Mario Vargas Llosa. Gabo habría vivido al principio en un apartamento de la calle Caponata 6 con Osí, cerca de la plaza Artós, y de donde vivía el apuesto autor de Los Jefes y La Ciudad y los Perros, para deleite y persecución de las jóvenes catalanas y latinoamericanas, que le robaban las camisas, las corbatas, los zapatos para guardarlos como recuerdos; o que se dejaban sin lavar el brazo donde él les había estampado un autógrafo.

A fines de los sesenta, el mundo literario reconocía en la calle e idolatraba en las academias a Vargas Llosa, pero era Cien Años de Soledad la novela que empezaba a cocinar entre los lectores del mundo la más grande exaltación hacia un autor latinoamericano: Gabriel García Márquez.

Eso ya lo intuía, lo entendía, el mismo Vargas Llosa que, impresionaban por la calidad literaria de su amigo, se dedicó varios años a estudiar el proceso de gestación de aquella obra apenas comparable con El Quijote, sobre la que escribió su hoy incunable libro analítico, Historia de un deicidio.

Los García Márquez: Gabo, Mercedes, Rodrigo y Gonzalo, habrían vivido también en otro apartamento de una calle empinada de Barcelona, Lucano 16, un espacio dominado por una salita con tres sillones, un canapé, una pequeña biblioteca, una grabadora con música y una máquina eléctrica sobre la mesa. En la pared, pegado con chinches, un cartel de la obra del Teatro Experimental de la Universidad Externado de Colombia, acerca de una pieza teatral extraída de varios cuentos suyos, con el poeta Raúl Gómez Jattin en el papel principal.

Rodrigo y Gonzalo iban al colegio y Mercedes lo administraba todo mientras Gabo se enfundaba en su overol azul o en un buzo de lana en invierno y unas medias rojas dentro de unas pantuflas de abuelita, para escribir, en una modernísima máquina eléctrica, si acaso una línea o dos cuartillas diarias, desde las nueve de la mañana hasta las tres de la tarde, con pequeñas siestas intermitentes en el diván cercano, mientras se fumaba él solo los cuarenta cigarrillos negros, buenos y de bajo precio, marca Celta. «Escribo en un cuarto sin ruidos y buena calefacción porque lo único que me perturba son las voces y el frío».

Luego Gabo corregía a mano, en tinta negra, el trabajo del día anterior y lo sacaba en limpio antes de pasar sus originales a una mecanógrafa que llegaba a la casa por las tardes. A esa hora salía él con Mercedes, los niños o algún amigo a caminar y a tomarse un café. A veces, café con leche y ponqué. Le gustaba cenar percebes, vino tinto, carne término medio, crepes suzettes y café en un lugar de su predilección, llamado La Puñalada o gazpacho, bola de lomo y puré verde en el Restaurante Amaya, para después ir al Barrio Chino con los hermanos Goytisolo, meterse a una cava y pedir un jerez, caminar un rato más el barrio gótico y terminar alguna noche en un bar flamenco oyendo a La Salerosa.

Gabito cumplía a veces citas para entrevistas en el restaurante del magnífico Hotel Ritz donde podía verse caminando al pintor Salvador Dalí o al cuentista y expresidente dominicano Juan Bosch. Después, cuando compró su Seat 1430, llevaba a sus verdaderos amigos hasta el barrio de Sarría, donde tenía un pequeño cuarto con una ventana que da a un trozo de césped y a una calle tranquila. Esos amigos recuerdan la mesa en que escribía, amplia, mallorquina, con soporte de hierro forjado y, al lado, el diván moderno para las siestas, una carpeta, lápices, una lámpara y sus anteojos de lectura.

Por entonces sus amigos, los hermanos Goytisolo, seguían viviendo en la casa familiar de la calle Pau Alcover. Eran los años de la gauche divine y la sala de fiestas Bocaccio, que García Márquez describirá después como “el cabaret de moda en Barcelona”, dentro del relato Tramontana, de Doce cuentos peregrinos.

La ciudad está de igual modo en María dos Prazeres, la singular historia de la agonía de una trajinada prostituta lusitana de 76 años de edad que quiere ser enterrada en el panteón del Cerro de Montjuïc, al que ve como el lugar donde nunca podrían alcanzarla unos fantasmas que la acosan desde niña.

Algunos de esos cuentos parecen el pretexto que Gabo buscaba en realidad para adelantarnos ciertas páginas de su segundo volumen de memorias, que ahora prepara. Donde ello se aprecia mejor es en Me alquilo para soñar, donde se dedica con virtud a rememorar su encuentro en Barcelona con el gran vate chileno Pablo Neruda.

El escritor colombiano pasa una temporada en Paris, donde viven o circulan Neruda, Cortázar, Edwards, Donoso, Barral, Fuentes y demás estrellas del boom latinoamericano, colaboradores de la revista Libre, dirigida por Plinio Apuleyo Mendoza y escenario al final de la histórica ruptura entre aquellos mismos amigos creadores, a propósito del apoyo que debían dar o quitar a la revolución cubana de Fidel Castro.

Pero estamos en 1970 y El otoño del patriarca parece prácticamente terminado. Al releerlo, Gabo lo encuentra sin embargo aséptico. Siente que le falta documentación y, sobre todo, el bendito olor de la guayaba. Esas serían justamente entonces las razones para irse, primero, a recorrer buena parte de los pueblos del Caribe y venirse después, en 1972, con su familia a vivir seis meses en una casa que Álvaro Cepeda Samudio le consiguió con su carnal Enrique Scopell, frente a un parque en Barranquilla.

En ese mismo año le fueron concedidos a Gabo el Premio Rómulo Gallegos de novela y el Premio Neustadt, con sumas que donó, respectivamente, al Movimiento al Socialismo (MAS) de Venezuela y al Comité de Solidaridad con los Presos Políticos.

García Márquez, miembro activo del Tribunal Russell y diplomático independiente, abogó en los años que siguieron, al lado de Omar Torrijos, por el reintegro del Canal de Panamá a los panameños, y después por la causa de los revolucionarios sandinistas en Nicaragua, junto con su amigo el novelista argentino Julio Cortázar.

La novela del dictador seguía bullendo en su cerebro y su libreta de apuntes, mientras dos volúmenes de cuentos suyos, leídos de primera mano por Vargsa Llosa, aparecieron durante este período: La increíble y triste historia de La Cándida Eréndira y su abuela desalmada (1973) y Ojos de perro azul (1974).

Gabo se lanzó también por aquella época a la aventura de publicar en Colombia la extinta revista Alternativa, de corte socialista, que soportó las presiones de los sectores políticos tradicionales durante poco más de cinco años, hasta su cierre en 1980.

Al Nobel le llevaría ocho años encontrar la forma de contar la historia de su dictador:
«Escribe como hablas», le había aconsejado, casi treinta años atrás, el sabio catalán.

«Yo creo que cuando Ramón Vinyes me dio ese consejo, lo que quería era decirme que escribiese con naturalidad, con claridad, para ser entendido por la mayor cantidad posible de lectores. En ningún caso me dijo que escribiese como quien hace fotografías. Eso no sería literatura».

El Otoño del Patriarca sale en 1975 y vende medio millón de copias. Su éxito de ventas supera al de Cien años de soledad. El rostro de García Márquez sale en todas las revistas.

García Márquez ha llegado a esta ciudad huyendo de la fama, pero en poco más de una década tiene una larga cola no sólo de periodistas que le persiguen en busca de una exclusiva sino de editores de todos los calibres que le piden para publicar sus cartas de amor a Mercedes, un prólogo sobre el Ché Guevara o aceptar el canje de su nueva novela por una espléndida quinta en Palma de Mallorca.

Ahora pertenece al mundo de los inmortales, perseguidos en vida y se une a la selecta lista de grandes plumas que alguna vez pasaron, pernoctaron o vivieron en Barcelona, encabezada por don Miguel de Cervantes Saavedra, autor de El Quijote, Hans Christian Andersen, Jean Genet, William Irish, Antonio Machado, Henry Miller, George Orwell, Sergio Pitol, Carlos Ruiz Zafón y Manuel Vásquez Montalbán. Habrá que incluir también en ella a la catalana Mercé Rodoreda, quien ha escrito La plaza del diamante, calificada por Gabo como la novela más bella publicada en España después de la guerra.

En 1982 García Márquez obtendrá el premio Nobel de Literatura y ya nada para él volverá a ser igual. A partir de allí, todo lo que le ocurra será noticia.

A Barcelona, Gabo ha llegado anónimo y ha salido superestrella. Juan Luis Cebrian, su amigo, el jefe de jefes en el diario El País de Madrid, interpreta como nadie el fenómeno. “Ahora parece que comienza a pesarle no poder comprar un par de calcetines en una mercería de Mahón sin que la dependienta le regale con una mirada cómplice y una frase en tono conspirativo: «Le hemos reconocido, pero no se preocupe, sabemos que está de incógnito». Cuando llega a un restaurante, las librerías de alrededor agotan sus existencias de libros de García Márquez y se forma una enorme fila de comensales y camareros en tomo a su mesa pidiendo “una dedicatoria para mi hija, que estudia filología, ¿sabe usted?, y le dará una alegría inmensa.

«Hasta hace bien poco Gabo cumplía el rito con toda profesionalidad y aun con un asomo de satisfacción en la cara. No he conocido un escritor más consciente de lo que implica el acto creativo como comunicación con los demás, ni más eficaz a la hora de dedicar 31 horas a la corrección de las pruebas de sus obras, ni más pendiente de la comercialización de éstas, sabedor sin duda de que la vida del libro comienza cuando has terminado de escribirlo».

García Márquez debe recordar que, por ejemplo, en 1985, durante otra estadía suya en Barcelona, se divulgó el robo de un bolso de su esposa, Mercedes, con varios discos de El amor en los tiempos del cólera, entonces la última novela del maestro, poco antes de su publicación.

El bolso fue recuperado el mismo día, pero faltaban los discos. «En este caso, la ficción superó a la realidad», aclaró Gabriel García Márquez desde su apartamento: «Los discos estaban en blanco, pero me hubiese gustado que la historia hubiera sido cierta. Me habría convertido en el primer escritor a quien le roban un manuscrito en disco de ordenador. Por lo demás, no hubiese sido grave, ya que tengo seis copias de la novela».