En la Barcelona de las Indias


Los recuerdos del ‘sabio catalán’ y la presencia de su agente llevaron a Gabo a vivir siete años en la ciudad


Plaza Cataluña, 1970. Un joven y aún no tan exitoso García Márquez en sus años barceloneses. / efe
“¿Sabe de alguien a quien puedan interesarle dos pieles de caimán?”.
Al entonces responsable de las páginas literarias de la seria revista Destino, Joaquim Marco, le pareció una pregunta de realismo mágico, como entresacada de ese Cien años de soledad,
cuya primerísima reseña acababa de publicar Pere Gimferrer en 1967 en
el semanario. La agente Carmen Balcells les había dejado leer en un
mecanoscrito “con un centenar de correcciones del propio autor; nada
trascendente”, recordaba ayer el ya retirado catedrático de literatura
de la Universidad de Barcelona.

Marco fue de los primeros en España en hablar de las novelas de
García Márquez y ello explica que el escritor, un poco perdido, le
convocara apenas llegó el 4 de noviembre de 1967 con su mujer y sus dos
hijos pequeños. “Era un piso provisional, de alquiler, por la zona de la
plaza Lesseps, en el barrio de Gràcia, con muebles tronados”, recuerda
Marco. Sería algún otro más así: Gabo llegó sin blanca porque no había
podido sacar dinero de su país y sus Cien años de soledad,
publicado hacía poco más de cinco meses en Argentina, si bien había
vendido en 15 días los 8.000 ejemplares de su primera edición y se había
iniciado una reimpresión de 10.000 más, aún no había estallado.
A Barcelona lo había dirigido un cóctel extraño de circunstancias,
como todo en la vida del niño marcado de historias de Aracataca: por un
lado, el recuerdo del escritor Ramón Vinyes, el famoso “sabio catalán”
de su novela, que le llenó de lecturas y de la imagen de una ciudad
cargada de una burguesía supuestamente culta que apoyaba a genios como
Gaudí mientras los anarquistas lideraban el movimiento obrero. También
estaba la idea de intentar arrancar una nueva novela sobre un viejo
dictador sudamericano y qué mejor que vivir de cerca el espectáculo de
un sátrapa, al parecer, al final de su vida y de su poder como Franco.
La tercera razón era la más poderosa: Balcells, que había olido el
talento de Gabo, quería dar a su pupilo el caldo de cultivo material
idóneo para que el colombiano hiciera lo que tenía y sabía hacer:
escribir.

Le acabó encontrando acomodo en uno de los mejores barrios de
Barcelona, el tranquilo Sarrià, en un espacioso piso de la calle
Caponata, 6. Casi en la esquina, en Osi, 50, aterrizarían los Vargas
Llosa. Los dos hijos de Gabo, que estudiarán en el inglés Kensington
School, se harán muy amigos de los dos de Vargas Llosa y, cuando también
bajan desde más arriba de la ciudad, con Pilarcita Donoso, fiel reflejo
de la gran amistad de las tres familias, que con cualquier pretexto
quedan a comer o a cenar.
Cuando no está encerrado escribiendo enfundado en un terrible mono
azul de mecánico, Gabo suele dar paseos eternos por la ciudad con Vargas
Llosa y hasta comentan juntos las noticias de Le Monde, muchas veces en
la cercana de casa y famosísima Pastelería Foix, regentada por el
ínclito poeta catalán.

Barcelona parece un imán de autores sudamericanos: si no vienen solos
es el mismo Gabo, quien convoca a los “primos de París”: Julio Cortázar
y Carlos Fuentes, que suele llegar con su hija Cecilia. El anfitrión
primero, Gabo, les lleva al cercano bar Tomás, especialista en tapas,
pero a la que puede se va al centro, a la Barcelona un poco más
canallesca de los locales de Los caracoles o Los tarantos.

Vinculados a esa Barcelona más abierta y cosmopolita de la burguesía
de la Gauche Divine vía el editor Carlos Barral se dejará caer, aunque
menos, en locales como la discoteca Boccaccio y la tortillería Flash
Flash, ambientes que les darán para cruzarse con, entre otros, Juan
Marsé, dos bellas “musas”, como las define, como Rosa Regás y Beatriz de
Moura y los hermanos Goytisolo. En casa de uno de estos, de Luis,
pasarán la Nochevieja de 1970, con los Vargas Llosa obsequiando con un
valsecito peruano y los García Márquez correspondiendo con un merengue
tropical.

De Cien años de soledad se han vendido ya 600.000
ejemplares, gracias a las gestiones de Balcells, que en 34 meses había
colocado la obra de aquel semidesconocido en 20 países. También ella se
encargará de lo más prosaico: desde pagar cuentas a encargarse de
facturas domésticas a organizar las vacaciones familiares de todos,
pasando por “asistir a los partos o tapar y censurar amoríos, consolar a
cónyuges e indemnizar amantes”, como escribiría Vargas Llosa.

Se notaba ya en el estatus de Gabo y su familia la eclosión
internacional del escritor, que se permitían el lujo de encargar la
redecoración de su piso al reputado arquitecto Alfonso Milà; la mujer de
Donoso recibía trato preferencial en la clínica Dexeus por ser la
esposa del autor de Coronación pero también por ir acompañada de la
mujer del autor de Cien años de soledad, libros ambos leídos por el
reputadísimo ginecólogo Santiago Dexeus. Los niños, Rodrigo y Gonzalo,
lucen jerséis de buena lana inglesa y como sea que les quedan pequeños y
hay buen rollo, va a parar muchas veces a la hija de Donoso. García
Márquez adquiere un notable aparato de alta fidelidad con el que el
escritor se relaja escuchando a Béla Bartók y corre a las cuatro de la
tarde las cortinas de la sala “porque es demasiado temprano para tomar
güisquis y a mí me gusta tomarlo cuando comienza a estar oscuro”, como
recordaría José Donoso. Gabo y su familia estaban bien en Barcelona.
“Siempre nos decía que cogiéramos un avión y nos plantáramos en
Barcelona, que la ciudad era lo más parecida a nuestra Cartagena y la
gente, de lo más amable”, reveló su padre cuando Gabo ganó el premio
Nobel en 1982.

Si la vida cotidiana le era placentera, no lo fue tanto la literaria. El futuro El otoño del patriarca
se le resistía y temía haberse secado tras escribir la gran novela. “Mi
nuevo libro es una mierda… y tampoco logro que haga calor en él”,
decía agobiado también por los golondrinos que le provocaban la humedad
veraniega de la ciudad. Pero, trabajador infatigable, la acabó, justo
para la fiesta de despedida a los Vargas Llosa que acogió Balcells el 12
de junio de 1974. No tardarían mucho en marchar ellos, solo para volver
para algún libro, visitar de incógnito su agente y, en 2005 para una
reunión del Foro Iberoamericano.

Barcelona hizo mella: ahí dejó de fumar los 40 cigarrillos diarios y,
con los años, se compraría un piso en el exclusivo paseo de Gràcia,
cerca de la maravilla gaudiniana de La Pedrera. Quizá como homenaje a
las historias (siempre los recuerdos), del sabio catalán.