El País
Inés Santaeulalia
México
23 de noviembre de 2012

Justo Somonte es uno de los pocos supervivientes del masivo exilio republicano español que llegó a México hace 70 años


Justo Somonte, en su casa de Ciudad de México. / PRADIP J. PHANSE

Nueva York los recibió como héroes. Un grupo de embarcaciones rodeó el transatlántico De Grasse
lanzando chorros de agua en señal de bienvenida. Eran las seis de la
mañana de un frío enero de 1940 y el niño Justo Somonte llevaba horas
despierto para no perderse la primera vista de la estatua de la
Libertad. Con él, un grupo de refugiados españoles y cientos de judíos
habían embarcado 14 días atrás en El Havré (Francia). La travesía, que
debía durar siete días, se multiplicó por dos para esquivar los
submarinos de guerra alemanes que infestaban las aguas. En Estados
Unidos ya los daban por desaparecidos. De ahí aquella fiesta.

La emoción de aquel niño vive nítida tras 72 años en la memoria de
Somonte, que desgrana desde su casa de Ciudad de México con todo tipo de
detalles el periplo de un chico bien de Bilbao, hijo de un farmacéutico
republicano, que se imaginaba toda la vida siendo un “burguesito de
provincias”. Hasta que se le cruzaron dos guerras, precisamente a él,
nieto del pacifista Rafael Altamira.

Con solo ocho años Justo abandonó a su padre y su Bilbao natal huyendo de la Guerra Civil
en una pequeña embarcación rumbo a Francia, hacinado con otras 500
personas y acompañado por su madre y hermanos. En Burdeos los esperaba
el abuelo, juez internacional de La Haya y dos veces nominado al Nobel
de la Paz. “Nosotros éramos unos refugiados atípicos”, reconoce Somonte.

El sueldo en florines de Don Rafael les dio para alquilar una
preciosa villa en Bayona y matricular a los niños en el Liceo. Gracias a
los florines evitaron los campos de concentración donde se refugiaron
miles de españoles y Justo recuerda con felicidad aquellos tres años en
Francia: “Entonces pensé que toda la vida sería un burguesito francés”.

Pero estalló la Segunda Guerra Mundial. El padre de Justo (del mismo nombre que su hijo), exalcalde socialista de Bilbao,
abandonó el País Vasco para unirse a la familia en Bayona. Ante el
avance de las tropas alemanas, fue uno de los miles de españoles que
solicitaron un visado para viajar a México, bajo la benevolencia del
presidente Lázaro Cárdenas, que abrió las puertas del país a miles de exiliados. Entre la multitud de solicitudes de aquellos años que conserva el Acervo Histórico Diplomático de México
hay una fechada el 20 de mayo del 39 y dirigida al entonces embajador
mexicano en Francia: “Pondrá la presente en sus manos el señor Justo
Somonte, leal servidor de la República Española, y socialista sincero,
actualmente expatriado y sin fortuna, pues todos los bienes le fueron
confiscados. El estado de angustia en que se encuentra el referido
señor, me mueve a rogar a Usted le imparta la ayuda de esa Legación,
para que pueda venir a nuestro país en unión de su mujer e hijos”. Justo
desconocía la existencia de esa carta, que quizás cambió para siempre
el destino de su vida. Lee la misiva mecanografiada enviada por un amigo
de su padre desde México y asiente: “Así fue”.

Los primeros que atravesaron el Atlántico con el visado en la mano
fueron el padre y el hermano mayor de Justo, solo unos meses antes de
que embarcaran la madre y el resto de hermanos. Justo recuerda que el De Grasse
partió una mañana fría y en medio de bombardeos. Para el niño, la larga
travesía fue una aventura “deliciosa”, correteando por cubierta
mientras su madre y una hermana echaban las tripas a causa de los
mareos. Tras la majestuosa bienvenida estadounidense a los refugiados
que todo el mundo pensaba que se había tragado el mar, los españoles
pasaron a un tren para cruzar la frontera y llegar a México.

Justo explica que las autoridades recibieron muy bien a los
exiliados, entre los que se contaban por miles los intelectuales y
profesionales de izquierdas, pero para los mexicanos los españoles solo
eran “los malos de la película”. “Al final nos identificábamos con
nosotros mismos. A nuestros padres al llegar se les paró el reloj y
vivimos una España idealizada. Crecimos en un ambiente hiperhispano, una
especie de gueto, siempre con la idea de regresar hasta que se nos
acabaron los dedos de contar los años”.

El cabeza de familia nunca volvió. “Vivió con una añoranza terrible y
quizá eso influyó en que muriera joven”, dice su hijo, que aún hoy
mantiene el acento vasco y un interés desmedido por las andanzas de
Athletic de Bilbao. Casado con la hija de un fusilado republicano, Justo
se siente “muy mexicano” aunque hasta la fecha sigue pasando las tardes
jugando dominó con los del “gueto”. Niños españoles que hoy peinan
canas mexicanas. El poco pasaje que aún vive para recordar la travesía
de los barcos que cruzaron el Atlántico hace más de 70 años y que les
dejó para siempre la etiqueta de “refugiados españoles en México, a
mucha honra”.

Lee la carta que Luis Garrido envió al embajador de México en Francia para solicitar asilo para la familia Somonte.