EL Pais

*El Nuevo Mundo no solo fue cosa de hombres
*Tras las huellas de Colón viajaron mujeres épicas que han sido engullidas por el olvido
*Miles de españolas emigraron en el siglo XVI para explorar estas tierras

Tereixa Constenla
20 MAY 2012

Isabel Barreto. La única almiranta de Felipe II y su nombre no dice
nada. Aventurera a la altura de Magallanes y Orellana. Soñadora capaz de
ajusticiar a un marinero desobediente y avisar a navegantes: “Señor,
matadlo o hacedlo matar… y si no, lo haré yo con este machete”. Una de
tantas mujeres que protagonizaron gestas épicas en el Nuevo Mundo y
olvidos legendarios en el Viejo. América no solo fue cosa de hombres.
Pisando los talones de Colón se movilizaron un tropel de pioneras como
Isabel Barreto, recordadas en una exposición en el Museo Naval de Madrid cuyo título lo dice todo: No fueron solos.

En 1595, tras enviudar, Isabel Barreto asumió el mando de la
expedición que había partido de Perú en busca de las islas Salomón,
donde ella y su marido, Álvaro de Mendaña y Neira, ubicaban Ophir, un
reino de oro y piedras preciosas, otro Eldorado de los tantos de la
época. Ni le intimidó la idea de cruzar el Pacífico ni le atemorizó
hacerse cargo de una tripulación de héroes y villanos a partes iguales,
que conspiraban para amotinarse cada dos por tres, que a la mínima
amenazaban con beber en la calavera del prójimo, que malvivían a fuerza
de agua con cucarachas podridas y tortitas amasadas con el mar.

Barreto se puso a la altura de aquellos marinos que navegaban con la
muerte enrolada entre ellos. “Apenas había día que no echasen a la mar
uno o dos

[cadáveres], y día hubo de tres y cuatro”, escribió Pedro
Fernández de Quirós, piloto y cronista de la travesía. A él debemos esta
descripción de su jefa: “De carácter varonil, autoritaria, indómita,
impondrá su voluntad despótica a todos los que están bajo su mando,
sobre todo en el peligroso viaje hacia Manila”. En su búsqueda de las
Salomón se toparon con las desconocidas islas Marquesas, donde
fondearon. No cabe duda de que Isabel Barreto desconocía el desaliento.
Con 7.000 millas náuticas a sus espaldas, el descontento de la
tripulación soplándole en el cogote y un marido recién fallecido, ordenó
zarpar hacia Filipinas. Pocos discutirían sus cargos (almiranta,
gobernadora de Santa Cruz y adelantada de las islas de Poniente) cuando
avistaron Manila. Allí se casaría con Fernando de Castro, al que
contagió su arrebato y embarcó en otra enfebrecida travesía hacia las
Salomón.

No fue Barreto la única protagonista de aquellos días de choque de
civilizaciones. Sin embargo, fuera del circuito académico apenas han
trascendido sus historias. “Mucho se ha hablado y escrito de la
participación del hombre, del caballo e incluso del perro en la
conquista del Nuevo Mundo. Muy poco, sin embargo, acerca de la
participación de la mujer y de su importantísima labor en todos los
aconteceres de lo que supuso el descubrimiento, conquista y colonización
de las tierras americanas”, escribe el historiador de la Universidad de
Vermont Juan Francisco Maura en el libro Españolas de ultramar en la historia y la literatura, publicado por la Universidad de Valencia.

¿Cuándo fueron las primeras? De la mano de Colón. En
el tercer viaje del almirante (1497-1498) iban a bordo 30 mujeres a
petición de los reyes Isabel y Fernando, aunque en los últimos años,
según Maura, se ha constatado la presencia de embarcadas en el segundo
(1493) y algún historiador sostiene que podrían haber participado en el
primero (1492). Se desconoce con exactitud cuántas partieron hacia
América porque muchas no figuran en los registros y otras viajaron
ilegalmente, pero entre 1509 y 1607 se han contabilizado, según la
investigadora de la Universidad de Alicante Mar Langa Pizarro, 13.218
pasajeras.

Emigraron muchas –el 36% de los inscritos–, y entre ellas,
algunas poderosas. María de Toledo, nuera de Cristóbal Colón –se casó
con su hijo Diego–, fue virreina de las Indias Occidentales entre 1515 y
1520, aunque no le concedieron el permiso para dirigir la Armada y
colonizar tierra firme después de la muerte de su esposo. María sufrió
prejuicios sexistas (no se libró pese a sus redes familiares: era
sobrina de Fernando de Aragón) y practicó prejuicios raciales (en una
carta da poderes para que le lleven a las Indias “300 piezas de esclavos
negros”). Bueno, en puridad histórica, no fueron tales, aclara el
catedrático de Historia Moderna Carlos Martínez Shaw: “En la época no
había prejuicios racistas, simplemente los europeos veían la esclavitud
de los negros como la cosa más natural del mundo”.



La brazalera, como esta de plata, ágata y castaña de Indias del XVIII, tenía una misión protectora. Se colocaba bajo la manga / Museo del traje

Una de las razones por las que se ha borrado la presencia femenina es
malévola: “Para presentar a los españoles como una panda de piratas que
solo buscan sexo y oro. Las mujeres humanizan el proceso”, expone Juan
Francisco Maura, que achaca el silenciamiento al gran peso de la
historiografía anglosajona para contar la aventura americana hispana.
“En general presentan a los anglosajones como colonos, sin el matiz
violento de la conquista, mientras que dibujan a los españoles como
saqueadores y violadores que querían hacerse ricos”, contrasta. Desde
luego, subraya, las pioneras en llegar a América no iban en el Mayflower
en 1620. Hacía décadas que miles de españolas de todo pelaje habían
recomenzado su vida al otro lado del océano. “Y no solo en un segundo
plano como muchos quieren pensar, sino a la vanguardia de una sociedad
naciente”, aclara Maura.

Hubo armadoras como la sevillana Francisca Ponce de León, que fleta su nao San Telmo
a Santo Domingo 17 años después del descubrimiento; gobernadoras como
Beatriz de la Cueva, que rigió los destinos de Guatemala; innovadoras
como María Escobar, la primera en importar y cultivar trigo en América;
empresarias como Mencía Ortiz, que funda una compañía para enviar
mercancías a las Indias en 1549, o feroces conquistadoras como la
extremeña Inés Suárez, que embarcó en 1537 como servidora de Pedro de
Valdivia y acabó siendo su amante y guerreando contra los araucanos en
Chile, a cuyos caciques (presos) decapitó sin contemplaciones. No eran
tiempos de convenciones que defendiesen derechos de prisioneros de
guerra.

Parte del trasiego hacia América se debe a una orden de la Corona
(1515), que pronto obligó a todos los cargos y empleados públicos a
embarcarse con sus esposas. “Las mujeres seguían a sus maridos, padres o
hermanos o un alto funcionario con séquito o servicio, pero esto
enmascara muchas situaciones, y a partir de 1550, más o menos, muchas
viajaron solas buscando el cónyuge que no siempre encontraron o llevadas
por otros bajo fórmulas muy distintas, criadas, amigas, institutrices.
Todas, fuera cual fuera su posición, llegaron a América a valer más”,
sostiene Pilar Pérez Canto, catedrática de Historia y coordinadora,
junto a Asunción Lavrín, del volumen La historia de las mujeres en España y América Latina (Cátedra).

El sueño transoceánico contagió a toda la población. Las solteras no
se arredraron: fueron el 60% de las que emigraron. Ricas, pobres,
religiosas, prostitutas o aventureras con certificado de buena conducta,
imprescindible para viajar legalmente. Las trabas migratorias no son un
invento moderno: en una real cédula de 1549 se prohibía el viaje de
“judíos y moros conversos, reconciliados con la Iglesia, hijos y nietos
de quemados por herejía, extranjeros nacidos fuera de los territorios
del imperio español y esclavos blancos y negros sin licencia especial”.
Tampoco los subterfugios ni los burladores de la ley son modernos… ni
masculinos (en exclusiva). Francisca Brava hizo las Américas sin dejar
tierra firme. En un documento del Archivo de Indias se da cuenta de su
negocio: “Quien quiera comprar una licencia para pasar a las Indias,
váyase entre la puerta de San Juan y de Santiesteban, al camino que sale
a Tudela, cabo de una puente de piedra, y allí pregunte por Francisca
Brava, que allí se la venderá”.

Lo que las une a todas, según Carolina Aguado,
comisaria de la exposición del Museo Naval de Madrid, son sus narices.
“Eran mujeres de armas tomar. Abandonan un país en el siglo XVI y una
sociedad donde la mujer era un cero a la izquierda y se meten en un
barco cuando esos viajes eran terroríficos, con riesgo de pirateo y
naufragio para llegar a una sociedad que no conocían”. A la comisaria le
impresiona la peripecia de Mencía Calderón, que viaja con sus tres
hijas y toma las riendas de la expedición al fallecer su marido, Juan de
Sanabria: “Tardan seis años en llegar a Asunción, afrontan una
tempestad, les atacan piratas y luego los indios tupis, ella pierde a
una hija, y cuando en Brasil no les dejan volver a embarcar, se pone al
frente del grupo que cruza el Mato Grosso. Del medio centenar de mujeres
que habían zarpado llegan solo diez”. La gesta de Calderón se ha
popularizado en los últimos años gracias a la novela de Elvira Menéndez El corazón del océano (Temas de Hoy), que ha inspirado una serie que emitirá Antena 3, con Ingrid Rubio, Clara Lago y Hugo Silva en el reparto.
 
Uno de los testimonios femeninos más notables en la conquista
americana fue narrado en primera persona por Isabel de Guevara, una de
las fundadoras de Asunción y Buenos Aires, en una carta enviada a la
princesa Juana, hermana de Felipe II, el 2 de julio de 1556, que se
conserva en el Archivo Histórico Nacional. En ella detalla las
penalidades sufridas por los 1.500 hombres y mujeres del grupo que
encabezó Pedro de Mendoza hasta el río de la Plata. “Al cabo de tres
meses murieron mil, esta hambre fue tamaña que ni la de Jerusalén se le
puede igualar, ni con otra ninguna se puede comparar. Vinieron los
hombres en tanta flaqueza, que todos los trabajos cargaban de las pobres
mujeres, así lavarles las ropas, como curarles, hacerles de comer lo
poco que tenían, limpiarlos, hacer centinela, rondar los fuegos, armar
las ballestas cuando algunas veces los indios les vienen a dar guerra
(…), dar arma por el campo a voces, sargenteando y poniendo en orden los
soldados (…). Si no fuera por ellas, todos fueran acabados; y si no
fuera por la honra de los hombres, muchas más cosas escribiera con
verdad y los diera a ellos por testigos”.

La investigadora Mar Langa, que ultima el libro Mujeres de armas tomar,
que editará Servilibro en Paraguay, cree que “probablemente” lo que
omite es el canibalismo, detallado por testigos que sobrevivieron a la
hambruna. En Viaje al río de la Plata (1567), el bávaro Ulrico
Schmidl narró lo siguiente: “Tres españoles se robaron un rocín y se lo
comieron sin ser sentidos, mas cuando se llegó a saber los mandaron
prender e hicieron declarar con tormento; y luego que confesaron el
delito los condenaron a muerte en la horca (…). Esa misma noche, otros
españoles se arrimaron a los tres colgados en las horcas y les cortaron
los muslos y otros pedazos de carne (…) para satisfacer el hambre”.

Los archivos españoles tutelan historias similares. Maura destaca que
son un territorio inexplorado, “formidable pero sin catalogar”. No
sabemos lo que no sabemos. Una cosa sí: cada documento deteriorado (y
sin digitalizar) esparce una nube de amnesia sobre el pasado. Gracias a
los archivos conocemos cuándo se fundaron el primer convento y el primer
prostíbulo, aunque no lo hicieran precisamente en este orden. Cuatro
beatas que habían viajado con Hernán Cortés abrieron las puertas del
primer monasterio femenino (en el que acabarían ingresando dos nietas
del emperador Moctezuma) en Ciudad de México en 1540. Para entonces la
primera “casa de mujeres públicas” autorizada por la corona española era
ya una institución consolidada en la ciudad de Santo Domingo, desde que
el rey aprobó su construcción en agosto de 1526, “por la honestidad de
la ciudad y mujeres casadas de ella y por excusar otros daños e
inconvenientes”.

Viajaron rameras, pero no todas las aventureras eran meretrices como a
veces algunos interpretan. Alfonso Dávila, director del Archivo General
de la Administración, investigó la biografía de la sevillana Ana de
Ayala, esposa de Francisco de Orellana, para una exposición sobre la exploración del Amazonas.
“Es una de las grandes incógnitas de la historia de España, unos la
convierten en noble y otros en prostituta que vive amancebada con
Orellana en Sevilla mientras prepara la segunda incursión en el
Amazonas, debió de ser una mujer de clase media, de grandes redaños,
porque se casó en contra de todos con Orellana”, explica Dávila.

Orellana y Ayala zarparon en 1544 a pesar de las órdenes de cancelar
la travesía. La flota, que salió con 400 hombres y cuatro capitanes, se
diezmó nada más llegar a Cabo Verde, “posiblemente por el agua
corrompida y la falta de provisiones”. Orellana desoyó todos los
presagios que anticipaban el desastre y dividió el menguado grupo en dos
lanchas con las que embocaron el Amazonas. Surcaron el gran río durante
11 meses, perdidos, extinguiéndose uno tras otro, incluido Orellana, al
que Ana de Ayala enterró en la orilla izquierda, bajo la sombra de un
árbol. Sobrevivieron 44 personas, entre ellas la sevillana, que tuvo la
valentía de afear al rey que la falta de medios les había precipitado al
fracaso.

Quizá la única trayectoria que se impuso al olvido fue la de Catalina
de Erauso, la singular monja alférez. Su asombrosa vida se transmitió y
agrandó en diversas obras, que es la vía más directa para abrirse un
hueco en la eternidad. Erauso, novicia en un convento español, zarpó
para América, donde luchó vestida de soldado en un sinfín de combates
que acabaron granjeándole el respeto de compañeros y superiores. Todas
sus vulneraciones de la norma fueron toleradas. Incluida su sexualidad,
porque Erauso jamás ocultó sus preferencias: “A pocos días me dio a
entender que tendría a bien que me casase con su hija, que allí consigo
tenía; la cual era muy negra y fea como un diablo, muy contraria a mi
gusto, que fue siempre de buenas caras”. Lo dejó escrito en sus memorias hace casi cuatrocientos años, poco antes de coger de nuevo otro barco para América.

La exposición ‘No fueron solos’ podrá visitarse en el Museo Naval de Madrid desde el 21 de mayo hasta el 30 de septiembre.