Especial Bicentenario
Revista Arcadia (Colombia)
En estos doscientos las mujeres han protagonizado las batalla cultural más revolucionaria y silenciosa de todas: han logrado ser reconocidas como seres humanos, con los mismo derechos y deberes que los hombres. Pero vaya si ha sido dura la batalla. Guiomar Dueñas, académica de la Universidad de Memphis, hace un repaso.
Por: Guiomar Dueñas
El sacrificio de Policarpa Salavarrieta en manos de las fuerzas realistas perdura en la imaginación colectiva. Convertida en símbolo, la heroína de Guaduas soslaya preguntas tales como: ¿Cuál fue el lugar que ocuparon las mujeres en el proyecto revolucionario? ¿Se otorgó significado político a la participación de las mujeres en la revolución independentista? La emancipación sacó a las mujeres de su cotidianidad y las puso hombro a hombro con los varones en el fragor de la lucha. Mujeres del pueblo se armaron y en masa ocuparon la entrada de Santafé ante la amenaza del arribo de fuerzas realistas. Durante la Reconquista las mujeres fueron agentes activos contra el régimen del terror de Pablo Morillo y sufrieron en su calidad de hijas, esposas y madres de los patriotas. Algunas mujeres disfrazadas de hombres se alistaron en los ejércitos; otras permanecieron en sus casas para cuidar la ciudad tomada por los hombres de Morillo. Algunas mujeres cedieron abundantes recursos para el utillaje de guerra de los patriotas, otras sirvieron en los hospitales como enfermeras, recolectaron ropa, comida y cosieron los uniformes de las tropas, solicitaron dinero para ayudar a los soldados, actuaron como espías, y sirvieron de correos. Las mujeres de pueblo acompañaban a sus maridos a la guerra acarreando sus pertenencias y haciendo en la retaguardia las tareas domésticas que facilitaban la vida de los soldados. Pero el trajinar de las mujeres en asuntos considerados masculinos como la guerra, perturbaba a los varones que no sabían si alabar a sus intrépidas mujeres, o protegerlas enviándolas de nuevo a sus hogares. Pronto esa ambigüedad se resolvió. El triunfo sobre los realistas, el sufragio limitado a los varones y la conscripción militar virilizaron los ideales de masculinidad. La guerra y la política se convirtieron en escenarios apropiados para encarnar el prototipo masculino en héroe. La tumultuosa vida pública de la nueva nación personificada en los nuevos héroes puso a las mujeres en la sombra. Algunas fueron reconocidas porque rompieron con las normas de género o por sus conexiones con hombres poderosos. Exentas de derechos ciudadanos, fueron convocadas a los actos celebratorios solamente para adornarlos con sus atributos femeninos. Bernardina Ibáñez, joven de extraordinaria belleza, causaba estragos entre los héroes de la jornada. Algunas, sin embargo, tenían su propia agenda política pero su agencia fue indirecta; su activismo se realizó a la sombra de sus relaciones sentimentales con varones notables. Fue el caso de Nicolasa, la hermana mayor de Bernardina. La osada figuración de Nicolasa en política, viable gracias a sus ilícitos amorosos con el general Santander, contradecía el canon de pasividad de las mujeres, le acarrearía dolor y un eventual exilio en Europa. En la nueva república, las mujeres, expertas en sentimientos, fueron educadas para ser esposas y madres ejemplares, modelos de piedad y caridad y educadoras de los futuros ciudadanos. La imagen de la mujer-madre anclada en el hogar contrastaba con la urgencia de educar a los varones para sus nuevas funciones políticas. Para estos, la escuela pública republicana se impuso; para aquellas, los conventos y los colegios de religiosas continuaron siendo suficientes y deseables para el tipo de educación que se les pretendía impartir. El colegio-convento de la Enseñanza, donde se educaron las hijas de los próceres y de las familias distinguidas, siguió siendo el de mayor prestigio. El colegio Femenino de la Merced, fundado por Rufino Cuervo en 1832, formaba para la sujeción. Decía Cuervo que la educación de las niñas no debía pretender fines intelectuales innecesarios, sino ser, ante todo, de “utilidad práctica,” para no hacer de las granadinas, “sabias, ridículas y pedantes”. El carácter vocacional de la educación se reiteraba en las ordenanzas del colegio: la mitad del tiempo se dedicaría a aquellas actividades que proporcionarían “positiva utilidad, como la costura en blanco, cortar vestidos, zurcir, remendar, lavar, bordar, economía doméstica, arte de cocina y asistencia a los enfermos”. Con el ascenso de los liberales al poder a mediados de siglo, la identificación de la vida pública con los varones burgueses adquirió mayor nitidez, gracias al impulso de instituciones culturales tales como la imprenta, los periódicos y la prensa comercial, y la promoción de asociaciones privadas como la masonería, las sociedades filantrópicas y las comunidades de lectores, medios que difundían discursos y opiniones políticamente significativas. Al tiempo que los medios impresos contribuían a la identidad del hombre público, la prensa especializada sobre ‘la mujer’ y los manuales de conducta se encargaban de construir y divulgar imágenes de una feminidad angelical que se acomodaran con los proyectos de consolidación de la nación. Periódicos como El Mosaico, publicación de carácter literario que desde sus inicios hizo explícita su orientación ajena al debate político, fueron espacios adecuados para temas sobre mujeres, como la familia, la religión y el sacrificio. En ellos colaboraron Soledad Acosta de Samper, Agripina Samper y Silveria Espinosa. El Mosaico buscaba crear una comunidad de lectoras y lectores y promover la lectura como medio de participar desde ángulos no políticos en la promoción de una cultura literaria que sirviera al progreso moral de la sociedad. La ideología de la domesticidad, sin embargo, otorgó un poder nuevo a las mujeres: el de la intimidad. El hogar pasó a ser el locus en donde se confería a las relaciones humanas un alcance excepcional. Un nuevo lenguaje expresivo aprendido en las novelas que se publicaban por entregas en El Mosaico y La Caridad alimentaba la imaginación romántica de las señoritas y ayudaba a orientar a los jóvenes sobre las nuevas demandas emocionales del hogar y la familia. Las novelas reemplazaron al dogma, a los catecismos, a la prédica religiosa y a los imponderables del destino en asuntos del sentimiento, que habían dominado el campo de la sexualidad y del amor en épocas anteriores. En este sentido se convirtieron en instrumentos modernos, en modelos para la elaboración de historias sentimentales personales, en las que el futuro se percibía despejado. La historia de amor de Soledad Acosta y José María Samper refleja el impacto del romanticismo en la juventud neogranadina. Para Soledad el amor fue el encuentro con su subjetividad; para Samper, el descubrimiento de una sensibilidad feminizada pronta a las lágrimas. Cuando Soledad le escribió declarándole su amor, Samper consignó en su diario: “…la pluma es impotente para describir lo que sentí al leer esas inmortales palabras. Estaba aturdido, deslumbrado, estático tal si un rayo hubiera estallado sobre mí… mi organismo estaba paralizado. Después de algunos instantes el corazón hizo explosión y una porción de dulcísimas lágrimas saltó a mis ojos e inundó mis mejillas…” Para las mujeres, las ataduras del amor romántico, expresado en lacrimosos poemas y en flores disecadas, eran dulces, pero seguían siendo cadenas. Los maridos, aunque suavizados por el amor, seguían teniendo el control absoluto sobre la propiedad conyugal. Las esposas, sujetas a la tutela del marido, estaban exentas de poseer bienes, realizar contratos, aceptar herencias y adquirir, enajenar e hipotecar bienes. La patria potestad que confería a los padres la autoridad legal sobre los hijos desdibujaba la autoridad materna. Si en el hogar la sujeción de las esposas era rigurosa, la idea de concederles la ciudadanía era enfáticamente rechazada. Cuando la constitución municipal de la provincia de Vélez en forma inusitada y efímera concedió el voto a las mujeres en 1953, el periodista Emiro Kastos escribió en El Tiempo: “La vida pública no es elemento…quédense pues en la casa como las sacerdotisas en el santuario, manteniendo encendido el fuego celeste de los afectos y formando en medio de los ardores de la vida un oasis fresco y risueño donde reposa tranquilo el corazón. Quédense allí y déjennos a nosotros el placer de hacer presidentes o dictadores, de intrigar en las elecciones, de insultarnos en los congresos, de mentir en los periódicos y de matarnos fraternalmente en nuestras contiendas civiles…la mujer estará siempre bajo el imperio del hombre porque, dígase lo que se quiera, el débil jamás podrá emanciparse del dominio del fuerte…” En el siglo XX, las mujeres irrumpieron en la esfera política reclamando derechos y penetrando con éxito variable en recintos construidos bajo premisas eminentemente masculinas. Se obtuvieron conquistas como el avance educativo, derechos civiles, acceso al voto y, finalmente, la plena participación ciudadana. En las puertas del siglo XXI la pregunta sin respuesta es cómo lograr que la ciudadanía pueda ser reformulada de tal manera que incluya las diferencias de género sin el lastre de la inequidad. La transición al siglo se hizo bajo el signo de la Guerra de los Mil Días (1899-1902), la vigorización caudillista, el ascenso conservador al poder y la afirmación del catolicismo como religión del Estado. Estas alianzas fueron funestas para las mujeres, que se vieron sujetas a la doble dependencia de la Iglesia y de un Estado que ratificaba la subordinación de las mujeres en el hogar y la sociedad. Por esto, las primeras batallas del feminismo se dieron por el acceso a la educación y por los derechos de las mujeres en sus recintos privados. En el campo educativo, como fruto de la presión de un grupo de mujeres se fundó el Instituto Pedagógico Nacional (1927) y el Centro de Estudios Femeninos en Antioquia (1929). En el campo laboral, junto con la apertura de las primeras fábricas, surgieron las defensoras de las obreras. En Medellín, el foco de la temprana industria en la década de 1920, María Cano y Betsabé Espinosa abogaron por las familias trabajadoras y en contra del acoso sexual de las obreras. Las batallas del feminismo se facilitaron con el ascenso de los liberales al poder en 1930. Clotilde García de Ucrós y Ofelia Uribe de Acosta promovieron la reforma del Código Civil en defensa de la igualdad civil de las casadas. La ley 28 del 1932 permitió a la mujer disponer de sus haberes e intervenir en el manejo de los bienes de la sociedad conyugal. Un año después se abrieron las puertas de la universidad para las mujeres. En 1954 la alianza de liberales como Aydée Anzola, Gabriela Peláez y Esmeralda Arboleda, y conservadoras como Bertha Ospina, Josefina Valencia y Margarita Holguín, usando una retórica maternalista para no alienar a los senadores, lograron el derecho al voto de las mujeres. Enre 1970-1985, un clima local e internacional propicio favoreció el desarrollo de un feminismo que defiende la autonomía y la especificidad de las reivindicaciones femeninas, y del movimiento social de mujeres que aboga por las necesidades prácticas del género. La Década Internacional de la Mujer (1975-1985) decretada por las Naciones Unidas, obligó al Estado colombiano a integrar formalmente a las mujeres al desarrollo del país. El activismo de las mujeres y la presión internacional tuvieron como resultado importantes avances legislativos a favor de las madres cabeza de familia, mujeres trabajadoras, y derechos sexuales y reproductivos, entre otros. Sin embargo, el conflicto armado, los desplazamientos forzosos, y la reingeniería laboral del capitalismo salvaje han significado retrocesos para las mujeres en la transición al siglo XXI. El discurso patriarcal del XIX que aseguraba que “La ocupación de la felicidad de la familia, el cuidado de su hogar, la lectura, la oración y el cultivo de algunas flores bastan para hacer feliz a la mujer…” se desmontó en el siglo XX con el asalto de las mujeres a la esfera del poder público. Los logros de las mujeres desde el pasado siglo han sido extraordinarios. Sin embargo, el núcleo de poder patriarcal no ha sido francamente cuestionado todavía.
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