Santiago Roncagliolo
Especial Bicentenario
Babelia El País
Historia y complicaciones de la guerrilla desde 1950 al siglo XXI.
Los primeros antecedentes de la guerrilla latinoamericana datan de los años cincuenta, cuando las milicias campesinas luchaban contra el sistema casi feudal del agro, o simplemente subsistían a costa de bandidaje. Pero a partir de los sesenta, la Revolución Cubana dotó a esos grupos de una ideología, de un proyecto continental y, por cierto, de una poesía.
Poeta era Javier Heraud, del Ejército de Liberación Nacional peruano, o el salvadoreño Roque Dalton, asesinado por sus propios compañeros del Ejército Revolucionario del Pueblo. Poeta era Ernesto Cardenal, otrora icono del sandinismo. Los poetas, sin embargo, no suelen ser grandes estrategas militares. Un notable ejemplo de ello fue el Ejército Guerrillero Popular, que trató de abrir un foco guerrillero en Argentina en 1964. Sus miembros pasaron hambre. Sufrieron una geografía endiablada. Los campesinos de Salta, en vez de acogerlos como liberadores, los denunciaron a la policía cada vez que los vieron. Antes de lograr ningún objetivo, buena parte de los guerrilleros fueron arrestados, y a su líder Jorge Masetti se lo tragó la selva. Nunca volvió a saberse de él.
La mayoría de estos “ejércitos” contaba con menos de cuarenta efectivos, todos ellos blancos de clase media con muchas ilusiones y poco entrenamiento. Fascinados con la experiencia revolucionaria cubana, y adiestrados ahí durante unos meses, regresaban a sus países con el plan de abrir focos revolucionarios en toda América Latina. Casi siempre caían muertos en menos de un mes.
Uno de sus principales obstáculos era su propia estrategia. El planteamiento militar guevarista sólo podía funcionar en países pequeños, llanos, tupidamente tropicales y asolados por regímenes repugnantes sin defensa posible, como Cuba o Nicaragua. El propio Che Guevara cayó en Bolivia, víctima de su desconocimiento del terreno y de la desconfianza de los indígenas. Pero eran tiempos de ideales, y los guerrilleros creían que todo era posible. Al fin y al cabo, la misma revolución cubana parecía inviable, hasta que se hizo.
En los años noventa desaparecieron de América Latina las últimas dictaduras militares de derecha, y con ellas, las últimas guerrillas. Sin embargo, hubo una geografía donde éstas lograron, si no tomar el poder, al menos sobrevivir: las zonas de producción de hoja de coca. Se trata de regiones semitropicales situadas entre los Andes y la selva, especialmente en Colombia y Perú. Ahí resultaba fácil esconderse, y el narcotráfico ofrecía una fuente de financiamiento inagotable.
En esos mismos años, el comunismo cedió el puesto a las drogas como enemigo regional de Estados Unidos. Desde entonces, Washington financia la fumigación de cultivos cocaleros y la entrega de pertrechos militares a sus Estados aliados en el tema. Con lamentable frecuencia, el resultado de esas políticas es la intoxicación o muerte de los campesinos, y la persecución y criminalización de sus dirigentes. De cara a la población, eso brindó una nueva legitimidad al discurso guerrillero que ya sonaba trasnochado en cualquier otro lugar.
La asociación de guerrilla y narcotráfico es sólo un tramo más del reguero de violencia que acompaña la ruta de la coca. En Bolivia, el Evo Morales de hace pocos años dirigía la asfixia de la capital por bloqueo. En Centroamérica, las maras se ocupan del pequeño comercio y la protección de los traficantes. En México, la guerra contra el narco se cobró seis mil víctimas mortales sólo en 2008.
No obstante, cada caso es diferente: los sindicatos cocaleros bolivianos han tomado el poder por vía electoral y enfatizan el lema “coca no es cocaína”. Los narcos y las maras no tienen aspiraciones políticas, y la mayoría de ellos ni siquiera sabrían deletrear esa palabra. En cambio, el peligro con las guerrillas -como las FARC en Colombia o Sendero Luminoso en Perú- es que aspiran a convertirse en un poder paralelo, y en ciertas regiones, ya lo son.
En un principio, los guerrilleros en estas zonas funcionaban como un Estado: brindaban protección armada a los campesinos, establecían un código legal y practicaban juicios, controlaban el precio de la coca y cobraban un impuesto por su venta. Progresivamente, fueron ampliando sus actividades: algunos se convirtieron en sicarios de los traficantes, como parece ocurrir con Sendero Luminoso en el Perú. Su función es hostigar a los militares para liberar las rutas de salida de la droga. Otros grupos, sobre todo en Colombia, empezaron a controlar franjas cada vez más grandes del negocio. Son dueños de sus propios cultivos y negocian de igual a igual con los traficantes, como líderes de microestados cocaleros.
Ésa es la complicación para combatir a los guerrilleros del siglo XXI. Donde se subordina a los narcos, se les puede tratar como delincuentes comunes. Pero donde la población los apoya, las operaciones militares dañan a la población civil y fortalecen a los subversivos. Desde el exterior es casi imposible conocer la dinámica política de cada sitio específico. Hoy en día, de hecho, lo único seguro es que resultaba más fácil matar poetas.
(*) Santiago Roncagliolo (Lima, 1975). Memorias de una dama. Alfaguara. Madrid, 2009. 336 páginas. 19,50 euros.
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