El País
18 de noviembre de 2012
Luis Prados
México D.F
Las Cartas del Exilio Republicano
uno de los primeros barcos que en junio de 1939 atracaban en el puerto
de Veracruz con más de mil refugiados republicanos españoles tras la
Guerra Civil. Atrás quedaban cientos de miles de exiliados atrapados la
mayoría en los campos de concentración franceses. Anticipando el final
del conflicto, el Gobierno del general Lázaro Cárdenas
había puesto en marcha la mayor operación de solidaridad internacional
que probablemente se haya visto nunca. México estaba dispuesto a dar
pan, hogar y trabajo a todos aquellos para los que nunca habría paz ni
piedad ni perdón en la España de Franco. En la oscuridad de los
barracones, entre el hacinamiento, el hambre, la enfermedad y la
desolación de quienes habían perdido familia, amigos, trabajo y
posición, México brillaba como un sueño.
Las voces, las súplicas, de aquellos miles de personas derrotadas que
querían escapar de la pesadilla quedaron registradas en las cartas que
enviaron en 1939 y 1940 a la Embajada de México en París solicitando
emigrar. Un material inédito, conservado en el Archivo Histórico Diplomático de la Secretaría de Relaciones Exteriores mexicana,
al que ha tenido acceso EL PAÍS y del que emerge un relato colectivo de
hombres y mujeres de todos los oficios y profesiones en cuya peripecia
vital se mezclan la desesperación y el orgullo, la ternura y el valor.
Más de 7.000 cartas, correspondientes a muchas más vidas
interrumpidas, escritas a lápiz y a pluma, con todo tipo de letra y
clase de papel, redactadas por quienes en el invierno de 1939 cruzaron
la frontera “a pie, sin fortuna, con las manos limpias”, como escribe el
14 de febrero de ese año el refugiado Fernando Pintado cerca de
Perpiñán. En muchas de ellas, el autor añade el nombre de sus
familiares, amigos del trabajo, compañeros de armas o de barracón.
La mayoría dieron con sus huesos en los campos de internamiento, como
era su nombre oficial, del sur de Francia, vigilados por gendarmes
franceses y soldados senegaleses. En las cartas dan testimonio de las
penalidades que sufren allí. José Pomés, redactor de Diario Gráfico y La Noche,
de Barcelona, cuenta desde el campo de Bram el 12 de junio de 1939: “Me
encuentro en el más lamentable estado, sin ropa, ni salud, ni dinero
francés… va para tres meses tirado en un montón de paja sin ni siquiera
una manta”. Manuel Guiú Macía, que solicita “ingresar voluntariamente en
el Ejército mexicano o en su legión”, exclama desde el pabellón 27 del
campo de Septfonds: “Los días aquí transcurren lentos, eternos, y ¡¡¡la
aurora de esa tenebrosidad tarda tanto en descubrirse!!!”.
Tres milicianos de la República firman el 2 de julio de ese año y
desde ese mismo campo esta joya de humildad literaria: “No dudando de
que la voz y los ruegos de estos sin patria suplicantes serán atendidos
con la justicia que nuestro caso requiere. Nuestra profesión es la
campesina”. A las lamentables condiciones materiales de los exilados
había que añadir unas circunstancias políticas completamente
desfavorables que solo la tenacidad en el mantenimiento de sus
principios por parte del Gobierno mexicano y la habilidad de su cuerpo
diplomático pudieron salvar.
Entre los documentos, ahora desempolvados, se encuentra este mensaje
cifrado enviado el 27 de enero de 1939 por el embajador mexicano en
París, Narciso Bassols, al presidente Cárdenas: “Política Francia
seguirá invariable. Stop. Relaciones díceme no podremos recibir
excombatientes ni refugiados políticos. Stop. Comprendiendo problemas
únicamente me permito pedirle que México sostenga su ofrecimiento
conocido universalmente de abrir puertas a republicanos españoles. Stop.
Creo que tratándose personas filiación política bien definida estamos
obligados recibirlos”.
Hubo más dificultades, como la rivalidad de las organizaciones
españolas que competían por ayudar a los refugiados, las diferencias de
criterio en la selección de los asilados por parte del Gobierno mexicano
e, incluso, la conveniencia o no de sacar de España a hombres en edad
militar antes del fin de la guerra. El embajador Bassols expone este
último problema con crudeza en otro telegrama ahora reencontrado,
fechado el 1 de marzo de 1939 y dirigido a la cancillería mexicana:
“Como lucha española no ha terminado trabajadores útiles no puedan
alejarse definitivamente debilitando resistencia. Stop. En general
todavía no llegan solicitudes de buena calidad excepción ancianos y
niños. Stop. Hasta hoy gran mayoría corresponde gente derrotista sin
sentido lucha social y con mezquino egoísmo. Stop”.
A la angustia de los exiliados se sumó el pavor ante un inminente
reconocimiento de Franco por Francia e Inglaterra, con las consiguientes
deportaciones y el estallido de la II Guerra Mundial, como reflejan las
cartas de los republicanos, conscientes de que ya no podrían volver a
su país. Juan del Hoyo escribe en septiembre de 1939 desde Burdeos: “Por
mi cualidad de magistrado no puedo ni pensar en regresar a España; la
policía francesa me apremia por tantas prórrogas de estancia que he
solicitado”. Ramón Infante Varela, desde el hospital Civil-Asilo de
Montauban, expone: “Debo decirle que la actuación política de mi esposa
(Maruja Lafuente, de 25 años, de Gijón) en España ha sido muy
significada, por haber ostentado cargos de responsabilidad máxima en el
Partido Comunista de la Región Asturiana, pues se trata de la hermana de
la heroína del Movimiento de Octubre de Asturias, Aída Lafuente, y por
este motivo, bajo ningún concepto puedo volver a España”. Juan
Ponsivell, de la Brigada de Carpinteros del campo de Barcarès, asegura:
“Nada hay en mi actuación durante la guerra ni antes de ella de que
pueda avergonzarme, pero no quiero volver a la tierra que ha hollado el
fascismo extranjero con la ayuda de unos hombres que imitando al conde
don Julián han traicionado a su patria y asesinado a sus hermanos”.
Los motivos varían, pero la urgencia por huir a México es la misma.
El capitán de infantería Antonio Pascual Arnao, de 34 años, casado, de
Barcelona, explica el 20 de abril de 1939 que “principalmente por ser
francmasón es evidente que mi vuelta a España es absolutamente imposible
sin exponerme a una cierta e irreparable represión (…) hay que tener
presente que Franco ha jurado exterminar a los masones, cosa que cumple
con inaudita crueldad”. Ese mismo día, el mecánico José Puig Bosch
afirma desde el campo de concentración de Argelès-sur-Mer:
“Renuncio a volver a mi patria, según noticias de mis familiares, en un
registro en mi casa han quemado más de cien libros (…) por el solo
hecho de ser republicanos-federales toda nuestra vida y el no haber
bautizado a nadie de dos generaciones”. Otros alegan “incompatibilidad
moral” con el régimen franquista, y otros, como Carmelo Perdigó
Casanovas, de Esquerra Republicana de Cataluña, razones más concretas:
“Siéndome imposible el regreso a España por haber pertenecido al Cuerpo
de Seguridad (policía secreta) de Cataluña desde el año 34…”.
La situación internacional continuaría empeorando con la caída de
París en junio de 1940, la ocupación alemana de Francia y la
constitución del régimen de Vichy del mariscal Pétain. La acción
solidaria del presidente Cárdenas se complicaría extraordinariamente.
México, sin recursos ni marina, trataba el problema de una población de
desterrados sin Estado con otro país ocupado militarmente y con
soberanía limitada.
Además, la guerra pronto se extendería al Atlántico haciendo casi
imposible la travesía, y la evacuación de españoles cesaría durante
meses o se ralentizaría ese año, como muestran las cartas. Solo las
dotes de persuasión del diplomático mexicano Luis I. Rodríguez
permitirían relanzar el traslado de refugiados. En una memorable
entrevista celebrada el 8 de julio de 1940 en Vichy, Rodríguez convenció
a Pétain para que autorizase la operación, no sin antes tener que oír
del mariscal preguntas como esta: “¿Por qué esa noble intención que
tiende a favorecer a gente indeseable?”, o afirmar que los republicanos
tenían que afrontar la suerte reservada “a las ratas en las grandes
miserias”.
La esgrima verbal de Luis I. Rodríguez prevaleció, y tras el acuerdo
del 22 de agosto de ese año, México aceptaba, bajo la protección de su
bandera, a todos los españoles refugiados en Francia y costear parte de
su sustento, que sobre todo corría a cuenta de las organizaciones
republicanas de ayuda. Tras la derrota de la República, unos 450.000
españoles huyeron a Francia. Dos tercios de ellos acabarían volviendo a
España después. A partir de 1939, cerca de 20.000 encontrarían un nuevo
hogar en México. Ese año llegaron a este país 6.236 refugiados, y en
1940, tan solo 1.746. Las cartas demuestran que el número de solicitudes
de asilo fue muy superior al de las personas que finalmente cumplieron
su sueño.
Las misivas, escritas por hombres en su mayoría entre los 25 y los 45
años y procedentes sobre todo de Cataluña, Levante, Asturias, Andalucía
y Madrid, siguen una pauta: agradecimiento a México, enumeración de
méritos antifascistas y profesionales, exposición de su futura
contribución a la nación de acogida y relato de la desgracia caída sobre
sus vidas.
Aun siendo un exilio en gran parte de profesionales y técnicos
cualificados, muchas cartas sorprenden por su estilo elevado –“No
deseamos regalo para nuestras vidas. Pedimos calor para nuestras
aspiraciones”; “México, insignia liberal de la América hispana, hoy
hacemos promesa de nuestro sacrificio”; “Que han tenido que huir de su
tierra ante el fantasma negro de la reacción, sostenido por los
militares perjuros, hijos de aquellos mercaderes de la espada que, en
años remotos, solo tenían por oficio el robo, el asesinato y la befa de
vuestras costumbres en sus aventuras coloniales”–, no exento a veces de
pedantería: “Mi objetividad, que será anhelo de muchos, no dejará de ser
estudiada por ese negociado que tan dignamente representa…”.
Tampoco falta, dadas las condiciones de extrema necesidad en que se
encuentran, cierta picaresca para conseguir el objetivo de emigrar.
Desde quienes afirman hablar varios idiomas hasta el caso del periodista
madrileño Ezequiel Enderiz Olaverri, de 49 años, quien asegura que
“actualmente preparaba la biografía del presidente de México señor
Lázaro Cárdenas”, o del abogado sevillano Ricardo Calderón, de 40 años,
quien, entre sus méritos literarios, destaca “un poema titulado Sac…Nicte, que pudiera ser de extraordinario interés para el indio maya”.
Ni un punto de resentimiento por ver embarcar a otros antes. El
chapista socialista madrileño Federico Antonio de la Huerta, agente de
policía durante la guerra, escribe al embajador mexicano desde el campo
de Bram: “Usted fue sorprendido en su buena fe en el envío de emigrados
con muchos señoritos, que no tienen oficio ni beneficio y máxime que
donde se encuentran los verdaderos trabajadores, revolucionarios y
honrados, es en los campos de concentración…”.
Buena parte de los refugiados exponen, a veces con dibujos y
esquemas, cómo México podría aprovechar su experiencia profesional en la
industria, la agricultura, el Ejército, la enseñanza, la academia, la
prensa, el teatro e, incluso, en el mundo de los negocios. Algunos casos
poseen una cómica ternura. Vitaliano Gómez, desde el barracón 44 del
campo de Septfonds, propone a las autoridades mexicanas “crear una
granja de 250 gallinas ponedoras y 20 conejos reproductores”, para lo
que necesitaría “un crédito de 2.500 pesos a reintegrar en cuatro o
cinco años”. Antonio Martínez, agricultor de Murcia, se ofrece para
mejorar la calidad del pimiento en el país del picante, y Mariano Potó,
de Barcelona, sugiere que “sería interesante la creación de una cátedra
para difundir entre los intelectuales mexicanos la concepción sinóptica
de la cultura…”.
Pero las cartas cuentan sobre todo la tragedia de miles de vidas
rotas. Carmen Planet expone así su caso: “… habiendo perdido a mi esposo
en Madrid el 7 de noviembre de 1936 habiendo ido voluntario a luchar
siendo militar retirado y a una hija de 17 años habiendo ido también a
luchar voluntaria y murió el 20 de octubre de 1936 en el frente de
Sigüenza y los tres varones que me quedan, también voluntarios y el de
18 años inútil de guerra y el de 22 años teniente de Sanidad de Líster
que actualmente se encuentra en el campo de Argelès-sur-Mer…”.
Las cinco hermanas Pla Palleja, de Rubí (Barcelona), con edades entre
los 20 y los 34 años, refugiadas en el campo de Berck Plage, dicen
contar con 3.600 pesetas para el viaje “y “dos relojes de pulsera y uno
de bolsillo, un anillo grande de oro y dos monedas argentinas de oro”.
Como son sus únicas pertenencias y temen no poder pagar el pasaje, piden
al embajador “que aunque sea en un rincón del barco y sin comer nos
deje ir a México”. Antonio Paños Garrigues, madrileño, de 36 años,
radiotelegrafista, encerrado en el campo de Bram, informa de que todos
sus familiares han muerto “víctimas de la aviación durante la guerra”
menos su hermano Pedro, “que murió fusilado por los fascistas en Málaga
en 1937”.
Durante décadas, la cancillería mexicana ha guardado en estas páginas
los gritos de auxilio de los miles de españoles –sastres, camareros,
profesores, militares, campesinos, mecánicos, actores, periodistas,
contables, funcionarios, médicos, electricistas, ingenieros,
estudiantes…– que encontraron una nueva patria en México. Hoy son por
fin rescatados, como escribió Juan Rejano, de la “férrea corona del
olvido”.
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