El País
MAURICIO VICENT 14/08/2011
Allí donde la naturaleza es salvaje y exuberante. Allí donde los muchachos nadan en las aguas del río Miel. Allí donde aún reside la Cuba más profunda. Baracoa inauguró la historia contemporánea de la isla hace ahora 500 años.
Todos los días del año, haga buen o mal tiempo, excepto si truena o el río Miel está crecido, el equipo infantil de natación que entrena Pío en Baracoa se concentra cerca de la fábrica de gravilla de Cabacú, al lado del puente colgante. La cita es a eso de las cuatro de la tarde.
Poco después de terminar la escuela, muchas veces sin haber siquiera merendado, una veintena de niñas y niños que estudian en diversos colegios de la ciudad llegan de todos lados a cumplir con los ejercicios y rutinas de Pío, que incluyen un calentamiento generoso, tramos de velocidad, patadas, estilos y tandas de brazadas interminables. En el pasado, alguno de sus alumnos hasta obtuvo medallas en competencias internacionales, y hay que decir que en esta villa oriental, que fue la primera que fundaron en Cuba los españoles, allá por 1511, no hay una sola piscina para iniciarse, por lo que el mérito es doble.
Para este profesor y sus muchachos, el Miel es la mejor piscina olímpica, aunque a veces en el fondo crecen unas plantas que tejen tupidas redes acuáticas y entonces hay que esperar a que un aguacero cargue el cauce y lo arrastre todo. Esos días son de descanso.
En Baracoa, la naturaleza es así, lo condiciona todo, empezando por la vida cotidiana y las actividades de sus gentes. También su historia y su cultura están marcadas a fuego por la geografía y unas condiciones naturales exuberantes que la hacen diferente del resto del país, a la vez que mantienen esta zona como la debió de encontrar Cristóbal Colón el 27 de noviembre de 1492, al arribar por primera vez a su bahía y la bautizó con el nombre de Porto Santo.
Hasta 1965, cuando terminó de construirse el viaducto de La Farola, que le abrió las puertas de Guantánamo, Baracoa estuvo prácticamente aislada. Hasta entonces era más fácil llegar en avión o por mar que atravesar el imponente macizo montañoso de Sagua-Baracoa, cientos de kilómetros de denso bosque tropical y lomas inexpugnables donde llueve más de doscientos días al año, de ahí su vegetación salvaje y el sobrenombre de “el orinal de Cuba” con que se le conoció en el pasado.
No es ninguna frase hecha: Baracoa es la Cuba profunda, de verdad.
Situada a casi mil kilómetros al este de La Habana, asomada al Paso de los Vientos, más cerca de Haití que de Santiago de Cuba, el 95% de su territorio es montañoso y el 5% restante lo ocupa una pequeña franja costera de dos kilómetros de ancho, donde viven la mayor parte de sus 82.000 habitantes, de los cuales la mitad residen en su capital municipal. Uno de ellos es Erasio, viejo cayuquero del Toa, el río más caudaloso de la isla, una fábrica de agua de 118 kilómetros de extensión.
“En el Toa ya prácticamente no quedan cayucas”, se lamenta -aunque no demasiado- este hombre tan arrugado como fibroso. Durante casi setenta años, Erasio se dedicó a cabalgar el río en una de estas embarcaciones de madera, similares a un ordinario bote de remos, pero totalmente planas en el fondo para poder sortear los bajos y llevar bastante mercancía. “Hasta una tonelada de coco, ñame, plátano, cacao o malanga he llegado a cargar yo”, asegura.
Explica que las cayucas requieren de dos timoneles, uno en la proa, que hace palanca con una larga pértiga, y otro en la popa, encargado de mantener la dirección, el equilibrio y el acomodo de la mercancía.
“Antes sin cayuca no había vida en estas lomas. En ellas bajaban los enfermos, las producciones y los muertos, y subían las medicinas y los alimentos”, recuerda Erasio. Hoy la situación ha cambiado bastante. Aunque siguen existiendo pequeñas comunidades que sobreviven monte adentro en el cauce del Toa, la mayoría están prácticamente deshabitadas, como Mal Nombre. Queda alguna relativamente grande, el Naranjo del Toa es la más conocida, con 120 almas, una escuelita y planta eléctrica propia. Allí las cayucas y las balsas de bambú siguen siendo parte de la vida diaria.
Con 976 kilómetros cuadrados -aproximadamente la mitad de extensión que Gipuzkoa y la quinta parte de La Rioja-, Baracoa tiene 28 ríos de montaña y uno de los humedales más importantes del Caribe, donde se conservan especies de animales y plantas que no existen en ningún otro lugar del país, como el almiquí, la ranita Iberia -de tan solo nueve milímetros, el anfibio más pequeño del mundo- o una especie de caracol arborícola llamado polymita, de fabulosas conchas amarillas, naranjas o blancas, con espirales de rayas negras que parecen pintadas.
Por su condición de pulmón natural, una porción considerable de su territorio, comprendida en el parque Alejandro de Humboldt, fue declarada hace años reserva de la biosfera y patrimonio de la humanidad por la Unesco. Pero el carácter de Baracoa no le viene dado solo por su naturaleza desbordada, que sin duda es parte de la psicología de sus habitantes y condiciona sus ademanes pausados como una especie de mecanismo de defensa.
Desde que Colón llegó a sus costas y plantó allí la cruz de la Parra -única de las 29 que dejó en América que aún se conserva-, anotó en su diario que el lugar encontrado era ideal para establecer una ciudad. El sitio no tenía pérdida, enclavado a los pies de “una montaña cuadrada con forma de yunque” que hoy sigue siendo el símbolo de Baracoa. Así fue como hace quinientos años justos, el 15 de agosto de 1511, el adelantado Diego Velázquez fundó Nuestra Señora de la Asunción de Baracoa luego de acabar con la resistencia taína y quemar en la hoguera al cacique Hatuey, cuyo nombre heroico los cubanos convertirían después en una marca de cerveza. En los años siguientes se fundaron el resto de las primeras villas, Santiago, Bayamo, Puerto Príncipe (hoy Camaguey), Trinidad, Sancti Spíritus, hasta llegar a la última, La Habana, en 1519. Pero fue Baracoa la que inauguró la historia contemporánea de Cuba.
Baracoa no solo fue la primera capital de la isla, también albergó el primer obispado y su primer alcalde fue Hernán Cortes. Sin embargo, esa misma condición exagerada que llamó la atención de los conquistadores y la coronó al inicio, atrapó a la localidad en un remolino y la encerró en sí misma, aislando a sus habitantes del resto del país y puede decirse que del mundo. En su historia, Baracoa tuvo pocos momentos de esplendor y muchos de abandono, y quizá esa fatalidad hizo que se conservaran aquí tradiciones únicas o platos increíbles como el bacón, hecho a base de ralladura de plátano, cangrejo y leche de coco. También se preservaron ritmos como el kiribá y el nengón, las células más primitivas del son, desaparecidas en el resto del país, y personajes y leyendas solo imaginables en lugares como este.
De aquí es José Legrá, El Puma de Baracoa, que salió de Cuba en 1963 para buscarse la vida como boxeador profesional y fue apadrinado en España por Franco. Nacionalizado español, ganó el Campeonato de Europa de peso pluma en siete ocasiones y en dos la corona del mundo (1968 y 1972), pero nunca perdió el apego por su tierra y hace años donó a su ciudad los botines blancos de cordones rojos con que combatió. En su costado tienen grabada la imagen de Santa Bárbara, Chango en la religión de la santería -de origen africano-, que es a la vez hombre y mujer y dueño del rayo, la virilidad y el trueno. Legrá vive en Madrid desde hace cincuenta años, pero a cada rato viaja a Baracoa para ver a su numerosa familia, a la que ayuda a mantener. Su hermano Armando fue comisionado de boxeo en la ciudad y todavía entrena en el ring a niños y jóvenes que aspiran a ser como Legrá.
Eloy Rodríguez es el nombre real de Luz de Yara, el yerbero del pueblo, quien camina diariamente kilómetros y kilómetros recogiendo ramas y arbustos por los montes cercanos. Sus plantas, que sube a buscar a las lomas de Yara o tiene sembradas en las cunetas de los caminos vecinales, sirven para hacer distintos remedios, como el preparado con abrojo amarillo, contra la infertilidad y la impotencia, o el brebaje hecho con bejuco ubí, para el asma y el catarro. Otros cocimientos son más bravos, como los que receta el santero y espiritista Andrés Zamora para dar fuerza a sus ahijados (que se cuentan por decenas o cientos en Baracoa, quién sabe). Están elaborados a base de palo vencedor y otra yerba silvestre conocida como rompe camisa, buena para las enfermedades de la mente y del corazón.
En una colección de retratos de Baracoa habría que incluir también pescadores de tiburones y grandes peces, mujeres que lavan con mesa y paleta en medio del río, cultivadores de cacao, pintores de escuelas primitivistas, niños de uniforme llenando los caminos a las cuatro de la tarde, antes del comienzo del entrenamiento en el río Miel, ancianos que a los ochenta años son miembros activos de un club de danzón, soldados de la Cruz de Cristo vestidos de blanco y líderes de otras religiones evangélicas que predican hasta en las montañas más intrincadas. También criadores de gallos de pelea, campesinos que cada mañana bajan de las tierras rojas de Yara con latas de tomate y racimos de plátano para venderlos en la ciudad, el peluquero Mario Luis Toirac, que se traviste algunas noches para actuar en el show de La Terraza, o mujeres como la Gata, que crían solas a sus hijos en el arrabal de Guanacón y viven de hacer aceite de coco.
El reloj de Erasio. Tic-tac, tic-tac… Así cuenta Erasio que sonaba su reloj preferido cuando hace años salió de casa una mañana a cayuquear. “Me lo había regalado mi abuelo y era bueno, de los de antes. Yo iba con el apurillo a trabajar y al pasar por la perrera de Quiviján se me cayó y no pude hacer nada. A los seis meses iba por allí con una carga de diez quintales de plátanos y lo escuché clarito en el fondo: tic-tac, tic-tac. Me tiré al agua: estaba como nuevo”.
Baracoa está repleta de personajes, cuentos e historias maravillosas, verdaderas o imaginarias, da igual, y también hay leyendas pasadas que están muy vivas, pues las alimentan los vecinos al repetirlas y son parte del imaginario de la ciudad. Algunas de ellas están recogidas en las paredes del fuerte Matachín, una de las fortalezas construidas por los españoles -otras son el Castillo de Seboruco y el fuerte de la Punta- para defender la ciudad de los ataques piratas. Alejandro Hartmann es el historiador de Baracoa y de vez en cuando las recuerda en la emisora local, La Voz del Toa, una radio comunitaria que tiene una sección de mensajes y avisos para los pobladores de las montañas.
Entre las historias más celebradas está la de Magdalena Rovenskaya, Mima, una rusa blanca hija de un aristócrata zarista que murió junto a gran parte de su familia a manos de los bolcheviques. Tras escapar viva de milagro de la revolución, Magdalena recaló en Baracoa con su marido a finales de los años veinte. La Rusa, que el escritor Alejo Carpentier inmortalizó como Vera en su novela La consagración de la primavera, construyó un hotelito en el malecón de Baracoa y de eso vivió hasta que triunfó la revolución de Fidel Castro.
El hotel La Rusa existe todavía, aunque desde los años sesenta es del Estado. El hijo adoptivo de Mima, René Frometa, se hizo en su casa una especie de museo personal con objetos y recuerdos de Rovenskaya que explica minuciosamente a los turistas cambio de la voluntad, a ser posible en pesos convertibles o dólares. Aunque La Rusa entregó las joyas a los barbudos y según la versión oficial se hizo fidelista, otros aseguran que murió en 1978 sin reconciliarse del todo con el comunismo. Su caso todavía provoca malos entendidos y algunos aprietos. En una ocasión, un locutor de la televisión oficial al recordar su vida en un informativo dijo que Magdalena “salió huyendo del socialismo en la Unión Soviética y encontró refugio en Baracoa” (sic). No pasó nada, pero en las alturas hubo más de una cara de circunstancia.
Otra leyenda de referencia en Baracoa es la de Enriqueta Faber, doctora nacida en Lausana que llegó a la ciudad a comienzos del siglo XIX. Para poder ejercer su profesión se hizo pasar por hombre y se casó con una joven de la ciudad. En la parroquia de Baracoa se guarda el documento que acredita el matrimonio del médico Enrique Faber con Juana de León, que estaba enferma de tuberculosis, inscrito el 11 de agosto de 1819. “Cuando se descubrió el engaño fue enviada a La Habana, donde se la juzgó y condenó; fue un gran escándalo en la época”, cuenta Hartmann.
Una escueta nota de las autoridades coloniales españolas decía sobre el caso: “Enriqueta Faber Cavent. Nacida en Lausana, Suiza, en 1791. Súbdita del rey de Francia. Ha cumplido cuatro años de reclusión sirviendo en el hospital de Mujeres de La Habana. Ha cometido los siguientes delitos: perjurio, falsificación de documentos, soborno, incitación a la violencia, práctica ilegal de la medicina, impostura
A un costado de la casa parroquial de Baracoa, donde el padre Luigi Usubelli guarda la inscripción de matrimonio de Faber y la cruz de la Parra, queda el paladar de El Poeta. El verdadero nombre del Poeta es Pablo Leyva y es un guajiro natural que ha sido machetero de vanguardia durante veinte zafras, si bien su fama se debe más a su talento para improvisar décimas de doble sentido que a su habilidad para cortar caña. Al calor de la tímida apertura económica cubana hace meses, Leyva abrió este restaurante privado frente a la escuela primaria Miguel de Cervantes, en una esquina por donde pasan vendedores de frijol gandul, que solo se dan en esta zona. El Poeta siempre tiene para ellos un verso a mano. “El que no inventa y se desarrolla, perece”, afirma.
Baracoa vive de dos cultivos principales, el coco y el cacao. También es importante la industria de la madera, si bien el aserradero de Cayo Güin, el más moderno del municipio, ha estado meses parado debido a una pieza rota. La dejadez y la ignorancia ponen mal a Urbano Rodríguez, no lo puede evitar. Es el octavo de 17 hermanos, tiene 80 años largos y nadie más que él sabe de cacao en Baracoa, donde se cosecha alrededor del 80% de la producción del país. Dar un paseo con Urbano por las plantaciones de Sabanilla es un privilegio. “Lo importante es regular las sombras y escuchar lo que dicen las plantas”, dice. “Son las únicas que producen pan y dan de comer al hombre, por eso hay que cuidarlas. Si arrancas un palo para hacerte un bastón, siembra siete palos; si no, vas mal”. Él tiene una ley, que llama la ley de Urbano: “La única verdad absoluta es que no podemos ser más viejos que el mundo”. Ni siquiera aquí, donde esta tarde de verano en la radio suena la vieja canción de Machín: “A Baracoa me voy / aunque no haya carretera…”.
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