Exiliados de Barcelona

*XAVIER MAS DE XAXÀS – 22/04/2005

El exilio es cosa de dos, de los que se van y los que se quedan, de los que han de seguir adelante sin olvidar y de los que, habiendo podido quedarse, tienen el privilegio de perder la memoria.

De olvidos y recuerdos vivimos todos, pero los exiliados más, y llega un día, al cabo de un tiempo, a menudo excesivo, pesado e insuperable, que no hay regreso posible ni recuerdo que aguante el tirón del presente.

La Barcelona que se esfuerza por seducir al mundo guarda a sus exiliados debajo de la alfombra. De hecho, guarda ahí casi todo lo refrente a la guerra civil. Un monumento transparente frente al cine Coliseum recuerda uno de los mortíferos bombardeos de la aviación italiana. Un monilito oxidado en la zona Fòrum indica que allí estuvo un centro de torura y exterminio. El Fossar de la Pedrera acoge la tumba de Lluís Companys y otras víctimas de la represión franquista. Andreu Nin tiene una calle en Nou Barris y el Noi del Sucre, una placa en el Raval.

La boca norte del túnel de la Rovira asila a las brigadas internacionales y la república aún vuela en la plaza Llucmajor. Hay más pero no tanto, y casi nada sobre los exiliados. Ha habido exposiciones, libros y conferencias, actos y objetos pedecereros hasta que Javier Cercas habló de los soldados de Salamina y las conciencias despertaron un momento.

Pero los exilidos están aquí. Salen, pasean, hablan, escriben y, sin proponérselo del todo, transforman a los que nunca tuvieron la necesidad o la oportunidad de ir más allá de la frontera, al otro lado de la libertad.

Hay que estar atentos porque se mueven con una discreción melancólica, casi sentimental. Caen como lluvia en el parabrisas de un coche atascado y siguen su camino hacia las entrañas de los círculos que nunca se cierran del todo.

Ambiente mojado, solitario y profundo. Humor hondo e inteligencia que abre caminos al hedonismo sosegado y la risa profiláctica. Un poco de todo esto y, seguramente, mucho más había el lunes 18 de abril por la tarde, en la cocina del centro cultural para mujeres Francesca Bonnemaison de la calle Sant Pere més Baix. La cocina es una sala de orden griego, con gradas en semicírculo, asientos rohídos y una mesa en la escena. El público tenía una media de edad alta. No era numeroso pero suficiente. Frente a él estaban Sergi Pàmies y Jordi Soler, dos craks del exilio.

Soler juega en medio campo y Pàmies es delantero centro. Su oficio es la escritura. Escriben novelas y relatos, poesía de vez en cuando, y casi a diario, algún reportaje, algún comentario para diarios de referencia de aquí y de allá.

Soler llegó a Barcelona persiguiendo la novela de su vida y Pàmies lo hizo de la mano de sus padres.

Soler nació en La Portuguesa, una plantación en la selva veracruzana fundada por su abuelo, un artillero republicano que se hizo mexicano sin querer, que planeó un atentado contra Franco y que cuando pudo volver descubrió que esto ya no era lo que había imaginado durante casi 40 años. Su periplo está en Los rojos de ultramar (Alfaguara), una novela que Soler define como “arqueología interior”. Llegar a Barcelona, instalarse en la calle Muntaner, donde nació su madre, acabar la novela, tener una hija, llamarla Laia, cargar a este nombre la herencia del tiempo que no existió y aplaudir a Ronaldinho desde la segunda gradería del Camp Nou son algunos de los forjados que aguantan su realidad catalana.

“Hoy me queda claro que los rojos de ultramar son mis hijos y que este libro les pavimenta el camino, para que Laia entienda por qué nació aquí”.

Mientras Soler coloca los tochos de su nueva realidad, Pàmies recuerda que la única manera de superar el exilio es no verla. El “Franco està a punt de caure” era el salvavidas que les mantenía a flote en un mar que, por mucho que se esforzara por llevarlos a buen puerto, no aceptaban como suyo. El que lo acepta, se asimilia y, de alguna manera, deja de ser exiliado y pasa a ser expatriado o, inlcuso, emigrante. La mitad del mundo anda hoy así, observó Pàmies, y si no es por motivos políticos lo es por razones económicas.

El exiliado, obligado a formar parte de la transhumancia general, no puede elegir dónde va a vivir y esta falta de libertad provoca entuertos, desamores y neguits. La identidad se multiplica. “Soy de tres países – dice Pàmies- y esto es un problema.”

Un problema, sobretodo, aquí, en Barcelona, que es una ciudad de muchos turistas y pocos viajeros, de turistas que vienen y de ciudadanos que se van, cuanto más lejos mejor, para hacer la foto que será la envidia de sus próximos. “Hem estat a la Patagonia. Fantàstic, tu”. “El desert de Namibia una passada, tio”. “Al·lucinaries a Lombok, xato, molt millor que Bali”. “Rodar el món per tornar al Born”. De aquí no se va nadie que no quiera volver corriendo, y es una lástima porque sin viajeros y exiliados no hay manera de entender nada.

Suerte que, de tarde en tarde, Jordi Soler, Sergi Pàmies y otros hijos del exilio barcelonés salen a dar una vuelta. Si usted tiene la fortuna de dar con ellos y lo pide con cortesía, seguro que le dejarán mirar por la cerradura de la historia.

* Xavier Mas de Xaxàs Faus (Barcelona, 1964), es periodista y licenciado en Historia Contemporánea, fue corresponsal de La Vanguardia en Washington (1996-2002) y en la actualidad es reportero de información local.
Es autor de “La sonrisa americana. Una reflexión sobre el imperio estadounidense” (Mondadori)

xmasdexaxas@lavanguardia.es