Por: Javier Bustamante. Poeta
No existe la división tajante entre silencio y sonido o silencio y ruido o silencio y no silencio. De hecho, el silencio subyace cuando hay sonido o ruido o cuando, aparentemente, no se le percibe. Y es que, el silencio no es ausencia de información sonora que llegue a nuestros oídos. El silencio es una disposición interior que posibilita estar en la realidad con los poros abiertos para captar lo que en ella sucede.
El primer emplazamiento de dicha realidad soy yo. El primer lugar donde puedo experimentar el silencio es en mí mismo. Y con frecuencia, para hacerlo mejor, es necesario refugiarse en espacios donde los estímulos sonoros y visuales sean los mínimos. Ahí puedo emprender ese viaje hacia la realidad que soy, desde una escucha paciente, gratuita, reconectora.
Es un arte, sí. Pero un arte para el cual no hay escogidas ni escogidos. Cada persona es capaz de experimentar silencio, crearlo en su persona, vestirse de él para llevarlo adonde quiera que vaya, acercarse a la realidad desde el silencio.
Como todo arte requiere de práctica, de entrenamiento, de tiempo. Cada artista es diferente, sus obras hablan de él y de cómo se relaciona con la vida, cómo la comprende. Igualmente, el silencio no es uno e igual para todos y todas. El silencio se encarna en cada persona y su manera de hacer silencio nos habla de cómo es y cómo se desenvuelve en la vida.
No hay un silencio, hay pluralidad de silencios.
Cuando comenzamos diciendo que no hay una división tajante entre silencio y no silencio, es porque existen grados de silencio, así como hay gamas del mismo color o transiciones de un color a otro. De la misma manera que no pasamos de una temperatura a otra durante un mismo día de golpe, sino que se va graduando. O, incluso, dentro de una misma habitación, la temperatura cambia de un rincón a otro, en su parte central, en su proximidad a las entradas de luz. De igual manera, el silencio tiene gradaciones que se corresponden con nuestros estados de ánimo, pensamientos, estados de consciencia, zonas del cuerpo…
Como la materia, el silencio tiene densidad, y esta densidad varía.
Pero uno de los atributos más importantes del silencio es que “permite”. Es un permisor. Se configura como medio para que sucedan cosas, para que la vida pueda leerse, para que uno pueda comprenderse. Ya que va depurando la información que tenemos de nosotros mismos para quedarnos con lo esencial, con la esencia de lo que somos. Y, muchas veces, en este despojarse de lo no esencial, confronta.
El silencio me permite salir de mí mismo y contemplarme, ya que diluye la barrera de lo que creo que soy y de lo que creo que no soy. Así, me percibo no como un ser aislado, sino como un ser que es fruto de una realidad: mis átomos son materia de esa misma realidad, mis pensamientos provienen de un momento cultural determinado, mi ADN proviene de seres que le han transmitido la vida.
Soy continuidad de la realidad, no hay disrupción entre lo que considero mi yo y entre lo que interpreto que no soy yo. La realidad que percibo continúa en mí, yo soy su continuación. Esta consciencia es uno de los principales frutos del silencio.
El silencio es un estado, una cualidad del estar que es porosa. Que puedo percibirla nítidamente en mí y que se prolonga más allá de mí porque soy continuidad de la realidad y, en toda la realidad, también late ese mismo silencio. Aunque, como decíamos antes, esto no quita que ese silencio pueda conformarse de forma diferente en cada persona y derive en silencios singulares.
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