El País
Luis Prados
20 de julio de 2014
La labor de los exiliados en México acabó con el sambenito colgado a España
Entre las excentricidades de la historia de España llaman la atención que dos estatuas de tamaño natural de Moctezuma y Atahualpa presidan la fachada de uno de los laterales del Palacio Real de Madrid y existan —hasta donde ha llegado una rápida búsqueda en Internet— apenas tres calles en solo tres ciudades de nuestro país dedicadas al presidente Lázaro Cárdenas o a los diplomáticos mexicanos que hicieron posible la primera y tal vez la mayor operación de solidaridad internacional de la historia proporcionando una segunda oportunidad en México a 20.000 exiliados republicanos.
Una deuda de gratitud aún por pagar a gente como Alfonso Reyes, Narciso Bassols, Isidro Fabela, Luis I. Rodríguez y Gilberto Bosques, entre otros, que llevaron a cabo la decisión de Lázaro Cárdenas superando tremendas dificultades políticas y logísticas. México, sin recursos ni Marina, logró embarcar a miles de desterrados españoles sin patria de una Francia ocupada por la Alemania nazi y hacerlos cruzar el Atlántico, ya para entonces teatro de la II Guerra Mundial. Conmueve leer ahora, 75 años después, cómo Luis I. Rodríguez evitó para los españoles “la suerte reservada a las ratas en las grandes miserias”, que era lo que se merecían según palabras del mariscal Pétain, o cómo logró impedir que el féretro de Manuel Azaña fuera cubierto con la bandera franquista y en su lugar fuera enterrado con la enseña mexicana. O descubrir en la casa-museo de Fabela en Atlacomulco, un pequeño municipio del Estado de México —por cierto, patria chica también del actual presidente, Peña Nieto—, las fotografías de los huérfanos republicanos que adoptó.
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