Especial Bicentenario
El Universal (México)
Daniel Gershenson
La llegada de la democracia electoral facilitó el acceso a grupos que defienden causas que no cuadran con el esquema de patronazgo clientelar La República Mexicana celebra doscientos años de vida entre festejos, crisis y reflexiones. Estado, gobierno y andamiaje corporativo cumplen su papel preconcebido, y hacen su aporte.
En contraparte, la sociedad civil: concepto indisolublemente asociado a la modernidad, que debería participar en condiciones iguales e incluso ser protagonista, acapara mucho menos atención y estudio. Parece escabullirse entre el clamor de las fanfarrias, los desfiles y reflectores. Como otras veces, ha estado oculta tras bambalinas, o de plano ausente. La gesta narrada por nuestra Historia oficial tiene lugar en escenarios figurados con grandes pinceladas y poca atención al detalle. La colectividad se pliega ante el tesón de sus héroes: sigue sus pasos y libra sus batallas. Paga sus culpas, y también sufre sin chistar las consecuencias de decisiones equivocadas. Es El Pueblo: la Fatalidad manifiesta, dignamente retratada por los muralistas o esculpida por la épica broncínea y maniquea de nuestros libros de texto. Lo conforma un elenco amorfo, que sólo recibe y transmite las instrucciones urdidas por los Forjadores del Destino Nacional. Arquetipo concebido para ilustrar narraciones que aprendemos desde la infancia. Pueblo en busca de un autor, que se limita a ser testigo presencial o mudo trasfondo. Escuchar, callar y obedecer es su divisa. La participación de la sociedad activa se reduce, en el discurso, a ámbitos limitados. En estas circunstancias, surgieron las instituciones cuyo propósito era mantener a la sociedad a raya: en perpetua minoría de edad. Por aquí no pasó Tocqueville, reparando en la fortaleza de comunidades como la norteamericana en los años treinta del siglo XIX, con sus variadas congregaciones cívicas y grupos de presión desde la base, que constituían mecanismos de defensa contra desmanes públicos y privados. Lo cierto es que, a contrapelo de la mitología del poder, a pesar de todo fuimos accediendo a la ciudadanía plena, autónoma y consciente de nuestros derechos (y de la necesidad de participar de lleno en la cosa pública). Quizá no se modificó en el pasado con oportunidad el contrato social para favorecer el interés público, cuidando de limitar los excesos de los fundadores de nuestra esencia mexicana o de sus descendientes, pero arribamos a la Tierra Prometida. Esta ebullición colectiva tal vez fue tardía, pero rendirá buenos frutos. Hoy los ciudadanos
reivindican sus espacios, ante el repliegue del talante unívoco y vertical del poder. Queda mucho trabajo pendiente, desde la sociedad civil organizada o dispersa. El asociacionismo descentralizado, tolerante y transparente cuyo ejemplo más acabado son las redes sociales virtuales o de carne y hueso, debe seguir afincándose en México. Si dejamos al arbitrio de servidores públicos e intereses privados las decisiones que nos competen, estaremos hipotecando el futuro a actores cuyas conductas anulan, en los hechos, grandes avances logrados a través de los años. El fomento a los grupos sociales que se acoplen y completen la labor de Organismos No Gubernamentales establecidos a favor de los Derechos Humanos, el Medio Ambiente u otros temas de la esfera pública, y su plena legitimación son asuntos urgentes ante un entorno cupular que mira con desconfianza a las agrupaciones civiles. La llegada de la democracia electoral y deliberativa facilitó el acceso a grupos que defienden causas que no cuadran con el esquema de patronazgo clientelar. Más vale que se vayan acostumbrando los escépticos. Este es nuestro hogar: aquí vamos a crecer, y a multiplicarnos. A doscientos años de distancia y después de un trayecto accidentado, la sociedad civil (argamasa compuesta por los más variados intereses, propósitos y valores), terminó por acceder a la mayoría de edad. Tendrá que enmendarle la plana a una autoridad demasiado habituada al monólogo fatuo y la orden terminante. Pero habrá que hacerlo con nuestros propios recursos de participación y exigencia. Sólo así tendrá sentido asumir a plenitud: como propia, nuestra Historia nacional.
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