Especial Bicentenario
El País (España)
Pablo Ordaz
La extrema violencia del narcotráfico y la debilidad institucional que azotan México empañan los festejos de los 200 años de la independencia.
México celebra hoy el Bicentenario de su Independencia haciéndose una pregunta: ¿hay algo que celebrar? Doscientos años después de que, en el pueblo de Dolores, el cura Hidalgo lanzara su grito de rebelión contra el mal gobierno, este país de 108 millones de habitantes -de los que el 49% sigue sumido en la pobreza- se dispone a vivir una celebración marcada por la violencia extrema de los carteles de la droga. Tan es así que las autoridades de las plazas más peligrosas han suspendido los festejos y pedido a la población que celebre en familia y ante el televisor, por temor a que -como sucediera hace dos años en Morelia- el crimen organizado se ampare en la multitud para hacer de las suyas. Si a ello se le suma la crisis económica, la desigualdad endémica y una generación de políticos más ocupada en sus guerras intestinas que en consensuar de una vez un modelo de país, el panorama no es muy halagador. Como explica el historiador Enrique Krauze, México afronta el Bicentenario sumido en una “depresión crónica”.
Basta darse una vuelta por los periódicos del día para constatar que no faltan motivos para tal depresión. No se tienen noticias del jefe Diego, uno de los políticos más influyentes del país y al que una banda de secuestradores se llevó hace ya cuatro meses ante el silencio y la indiferencia general. Tampoco se sabe nada de los asesinos del candidato a gobernador de Tamaulipas, el Estado norteño que ya es símbolo del horror y el desgobierno. Las preguntas sin respuesta se agolpan en las mesas de una policía corrupta y de unos jueces incompetentes que, según las últimas cifras, solo son capaces de resolver el 5% de los delitos cometidos. ¿Por qué mataron a los 72 migrantes centroamericanos? ¿Dónde está el casi centenar de reclusos que se escapó del penal utilizando simplemente una escalera? Las fotografías de decapitados ya no sorprenden a nadie ni tampoco, por desgracia, que los militares yerren el tiro otra vez más y maten a una familia a la que confundieron con un grupo de sicarios…Este rosario diario de noticias llevó hace unos días a la secretaria de Estado norteamericana, Hillary Clinton, a comparar México con la Colombia de hace 20 años, desatando el malestar del Gobierno de Felipe Calderón. Su nuevo portavoz para asuntos de Seguridad, Alejandro Poiré, le contestó: “No estamos de acuerdo con lo que dice la señora Clinton, pero sí tiene razón en una cosa: la situación de Colombia y la de México están provocadas por la enorme demanda de droga de EE UU”. La ingeniosa respuesta refleja el hartazgo del Gobierno mexicano ante las recurrentes acusaciones de Estado fallido procedentes de los vecinos del Norte. Calderón y su equipo, auxiliados convenientemente por sus intelectuales de cabecera, adjudican a la prensa -y sobre todo a la extranjera- la responsabilidad de la mala imagen del país. El argumento viene a ser este: “Solo resaltan lo malo de México. Hablan de los Estados donde reina la violencia, pero no de los que viven en paz. Hablan de los 40 millones de pobres, pero no de los 60 que no lo son…”.Y, hasta cierto punto, tienen razón. México, a pesar de todo, sigue siendo un país vibrante, de gente amable y emprendedora, donde las empresas privadas funcionan y sus muchas y muy brillantes Universidades siguen manteniendo encendida la luz de la esperanza. Sus ciudadanos -aunque cada vez más sumidos en la depresión a la que se refiere Enrique Krauze- nacieron sabiendo que poco pueden esperar de su clase política y, generación tras generación, renuevan tal convencimiento. Aun así, y cuando llega el caso, demuestran su civismo a prueba de terremotos (1985) o de epidemias de gripe (2009). Por eso, tal vez la pregunta que circula estos días por los medios y la calle -¿hay algo que celebrar?- no tenga a fin de cuentas demasiado sentido. Lo explica Covadonga Meseguer, profesora del CIDE (Centro de Investigación y Docencia Económicas): “La pregunta no es la correcta, como tampoco lo es la respuesta implícita de que no es legítimo hacerlo con muertos a diario. La pregunta correcta sería: ¿por qué no celebrarlo? O… ¿qué se ganaría con no celebrarlo? Tendríamos que ver incluso si la no celebración no sería una concesión a quienes están alterando la vida del país. Creo que hay un momento para la celebración y otro para la reflexión sobre lo que está pasando…”.Así pues, México -como cada mediados de septiembre- se ha llenado de banderas tricolores y de gente que, como tan bien explicó Octavio Paz en El laberinto de la soledad, utiliza la fiesta para evadirse de una realidad casi siempre mejorable. Tal vez la mejor contestación a la duda sobre si celebrar o no el Bicentenario se acerque a la que, hace unos días, un taxista de la Ciudad de México le ofreció a este corresponsal cuando le preguntó si al día siguiente abrirían los bancos. Haciendo uso de una habilidad muy mexicana para decir una cosa y su contraria, respondió: “Pues yo creo que sí, pero probablemente no”.
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