Especial Bicentenario
Revista Número (Colombia)
Por Gilberto Loaiza Cano
La conmemoración del bicentenario de las Independencias en Hispanoamérica puede ser el pretexto o la oportunidad para que nos ocupemos, principalmente, de un doble examen: sobre el lugar del conocimiento histórico en nuestras sociedades y sobre lo que ese conocimiento ha producido o dejado de producir. Tal vez exagere si digo que habrá algunos debates y desacuerdos ostensibles que van a plasmar las diferencias obvias entre corrientes, tendencias, comunidades académicas (si las hay), redes de saber y poder (que al fin y al cabo es lo mismo) entre discursos oficiales y puntos de vista independientes. En todo caso, será momento propicio para hacer balances y —palabra ingrata— revisiones; y también, en todo caso, ya se ha ido notando que la conmemoración no será unánime y optimista como la de hace un siglo. Entre 1908 y 1910 parecía haber mayores certezas y acuerdos alrededor de la fecha fundacional; hoy, ese es punto de discrepancias. Al fin y al cabo, el 20 de julio y otras fechas del calendario republicano no se han consolidado fácilmente y, más bien, han tenido contrapunteos y subordinaciones ante el tradicional calendario de festividades católicas. Eso puede indicar que ser republicano, sin más señas ni señales, no ha sido fácil en el país del Sagrado Corazón de Jesús. Las conmemoraciones son desafíos para quienes quieren recordar y hacer recordar; para quienes prefieren olvidar y hacer olvidar. Las conmemoraciones son competiciones en las formas de resignificación de los hitos. Cada cual hará los énfasis y los ocultamientos más convenientes. En todo caso, somos los individuos en el presente y por el presente los que decidimos cómo evocar lo pasado. Algunos ganarán y otros perderán en esa batalla de la memoria, algo del pasado se extraerá para sacarle provecho en la hora actual. Varias conmemoraciones que se han ido acumulando últimamente dan prueba de cómo esos eventos pueden ser momentos de pugnacidad entre formas de entender y transmitir el pasado: el sesenta aniversario del asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, los cincuenta años de la instauración del Frente Nacional, los cien años del natalicio de Carlos Lleras Restrepo y hasta la muerte reciente de Alfonso López Michelsen han sido oportunidades para exhibir significados de los procesos históricos, para justificar comportamientos del presente, para establecer comparaciones. Cada cual ha inventado o al menos sugerido una épica, una comedia o una tragedia. En fin, las conmemoraciones pueden ayudarnos a detectar las perversiones, las virtudes o simplemente el estado mental de la sociedad que recuerda y olvida.
Un exuberante desierto
Hay una diferencia ostensible entre el bicentenario que se acerca y lo que fue la celebración del centenario; a comienzos del siglo XX se impuso una historia oficial que tuvo su sello en la fundación de la Academia de Historia (1902) y en la aprobación de un manual de enseñanza de la historia (1910), el libro de Jesús María Henao y Gerardo Arrubla, que difundió una versión hispanista, católica y conservadora de la historia de Colombia. Una versión que predominó por largo tiempo. Hoy, en contraste, no hay versiones oficiales de nuestra historia, la Academia de Historia tiene un peso intelectual muy relativo y en vez de un manual obligatorio de enseñanza tenemos dispersas y disímiles interpretaciones del pasado que compiten por prevalecer en aburridas publicaciones especializadas o en los dispares textos de ciencias sociales que inundan los colegios. De un discurso monocorde se ha pasado a un pluralismo confuso y difuso, a una relativa democratización del conocimiento histórico. En las universidades colombianas se han ido creando poco a poco tradiciones investigativas respetables (y también irrespetables); no somos ni tenemos todavía grandes investigadores dedicados exclusivamente a ese menester; las universidades públicas y privadas se han inventado eufemismos burocráticos que hacen creer que hay muchos investigadores sociales en el país, cuando a lo sumo existen algunos buenos profesores que han logrado hacer una sesuda investigación, pero son muchos más quienes consumen la mayor parte de sus energías en la rutina y la mezquindad de los bajos sueldos y los pocos recursos. Además, no se avizora aún un relevo generacional categórico que enjuicie o haga olvidar lo que dijeron y han estado repitiendo por varias décadas los profesores (nacionales y extranjeros) que escribieron y vendieron con relativa fortuna sus libros en las décadas de los setenta y ochenta. El resultado es, hasta ahora, una pluralidad de escrituras, de historias llenas de particularismos e incapacitadas para la síntesis. Son esas historias retaceadas y variopintas las que llegarán al encuentro del bicentenario.Continuar leyendo
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