CARLOS GALILEA
El País
Especial Bicentenario
Un ángel y una maraca no eran cosas nuevas en sí. Pero un ángel maraquero, esculpido en el tímpano de una iglesia, incendiada, era algo que no había visto en otras partes. Me preguntaba ya si el papel de estas tierras en la historia humana no sería el de hacer posibles, por primera vez, ciertas simbiosis de cultura”. Lo escribió Alejo Carpentier en su novela Los pasos perdidos.
A los puertos del Nuevo Mundo arribaron barcos cargados de africanos esclavizados y blancos de toda condición. David Byrne apunta que las músicas generadas por la diáspora africana han sido las más poderosas e influyentes del siglo XX. Los esclavos fueron desembarcados en Veracruz, Cartagena de Indias, Portobelo o Valparaíso, iniciándose con su llegada un proceso de transculturación de siglos. Los más dotados para la música no tardarían en aprender a tocar valses, cuadrillas o polcas para sus amos, aportando un sentido muy acentuado del ritmo. Y libertos iban a ser muchos grandes músicos americanos. El poeta Augusto de Campos habló de “la capacidad de romper con la tradición, la natural inclinación por la improvisación y la experimentación, rasgos que -según John Cage- distinguen al músico americano del europeo o del asiático, más apegados a una tradición cultural”.En Buenos Aires, junto al puerto, en los conventillos del barrio de San Telmo, se acomodó el tango. Se fraguó en torno a la guitarra primero y, más tarde, a ese bandoneón traído de Alemania y considerado por el clero fuelle del diablo. El tango es prostibulario, decía Borges. Baile pecaminoso: expresión vertical de un pensamiento horizontal. También a finales del XIX, en la región oriental de Cuba, surgió el son. “Lo más sublime para el alma divertir”, cantaba Ignacio Piñeiro. Llegó a las calles de Santiago desde el campo ya con la impronta hispanoafricana. Y de la mano del tres, el güiro y el bongó superó el rechazo de las clases dominantes. Conviene saber que en el oriente de Cuba vivían miles de colonos franceses huidos de Haití con muchos de sus esclavos y con sus contradanzas.Escribe el antropólogo Fernando Ortiz: “Los cubanos hemos exportado con nuestra música más ensoñaciones y deleites que con el tabaco, más dulzuras y energías que con el azúcar”. El primer bolero, alimentado por la habanera, el danzón o la romanza operística, sería Tristezas, que compuso allá por 1885 el mulato santiaguero Pepe Sánchez, sastre de profesión. El bolero, definido por César Pagano como “ese gran corruptor de mayores”, se diseminó por el mundo de habla española. Y tuvo en México un centro neurálgico impulsado por figuras como Agustín Lara.El proceso de modernización de las ciudades, y la posibilidad de una difusión masiva de la música, permitieron la fiebre del mambo y el chachachá. El poeta colombiano Darío Jaramillo Agudelo señala que, a partir de 1930, tangos, boleros y rancheras como Cambalache, Aquellos ojos verdes o En el último trago, propagados por los discos, la radio y el cine, modelaron la forma de sentir de generaciones de latinoamericanos.Otro testimonio de sincretismo musical, compartido por los habitantes de Cali, Caracas, San Juan, Lima, Guayaquil o Miami, es la salsa. Expresión urbana, que agrupa músicas bailables antillanas, y en la que está siempre presente la clave, compás que se marca con el golpeo de dos palos cilíndricos de madera -tres golpes, pausa, dos golpes-. Creció en las esquinas del Barrio de Nueva York -afirma el periodista Enrique Romero que la esquina es a los latinos lo que el ágora fue para los griegos-. En 1964, el abogado judío Jerry Masucci y el músico dominicano Johnny Pacheco fundaron la discográfica Fania, que arrancó a lo pobre -ellos ofrecían los discos de tienda en tienda- y se convirtió pronto en paradigma salsero.”El problema al intentar definir la cultura latina es que se pone un énfasis tremendo en la raza, como si los latinos fuesen una raza. Al hablar de latinoamericanos, se está hablando de una unidad cultural”, opina Rubén Blades, autor de Pedro Navaja, esa canción que le hubiera gustado escribir a García Márquez, que aseguró que Cien años de soledad no era sino un vallenato de 400 páginas. En la misma costa atlántica de Colombia, y también simbiosis de tres culturas, se desarrolló la cumbia. Con La piragua o La pollera colorá franqueó las fronteras nacionales desde la década de los cincuenta y tomó forma renovada en México y Perú. Música híbrida adoptada por las villas miseria la de esa cumbia villera que se asentó, con sus letras descarnadas, en el Río de la Plata. Tan denostada por su procacidad o su violencia, como el exitoso reggaeton -cóctel tropical con dosis de merengue dominicano, plena y bomba boricuas, son cubano, reggae y hip hop-.Quizá sea el rock latino el que mejor ha sabido acercar a los jóvenes. Un rock en español que, en sus casos más felices, se empapa de las señas de identidad de la cultura de cada país. Cuando, como escribe Diego A. Manrique, deja de ser simple traducción de los mitos anglosajones y asume el candombe, el son, la milonga o la ranchera como parte de su código genético.El 1 de octubre de 1993 nacía la MTV Latina que vía satélite, y en palabras irónicas de los escritores chilenos Alberto Fuguet y Sergio Gómez, hizo realidad el sueño de Bolívar de una Latinoamérica unida. Un año después, Caetano Veloso reunió en Fina estampa canciones argentinas, paraguayas, peruanas, venezolanas… memoria de su adolescencia y mano tendida al imaginario común. La hermandad a la que cantó Mercedes Sosa. En 1967, el brasileño ya había grabado para su primer disco Soy loco por ti, América, de Gilberto Gil y Capinan: “Voy a traer una mujer playera / Que su nombre sea Martí / Tenga como colores la espuma blanca de Latinoamérica / Y el cielo como bandera”. –
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