Frente al espejo, la generación sándwich mexicana se cuestiona si tendrá un protagonismo o se conformará con ser sólo una bisagra.Gabriela Warkentin 17/12/2009
El País
Especial Bicentenario
Y entonces, ¿a qué venimos al mundo los que ya andamos en los 40? Dicen que para favorecer el surgimiento de ideas originales, personalidades transformadoras y escenarios provocadores, debe existir una generación sándwich, que signifique la ruptura. Hace un par de días, en un diario mexicano, el historiador Enrique Krauze daba seguimiento a una serie de reflexiones sobre las generaciones que han gobernado este país. En esa colaboración se refiere a las actuales, con un texto que me inquietó por varios motivos; uno no menor porque según las afirmaciones ahí vertidas, pertenezco a una generación que no pertenece, con referentes deslavados, líderes desgastados y ante un horizonte más bien nublado. El pasado nunca deja de hacernos cosquillas. Que te mudaran de país y te cambiaran de escuela a la mitad del año escolar, por ejemplo, te dejaba siempre con una extraña sensación de orfandad. O de no pertenencia. Se llegaba a un salón nuevo y ya no se estaba en el anterior. Al leer a Krauze, de golpe me reconocí en esa especie de no pertenencia, porque justo quedo fuera del grupo que nació entre 1950 y 1965 (al que Krauze califica de Generación de la Modernidad Fallida), y apenas rayo formalmente mi inclusión en la llamada Generación X (los nacidos entre 1966 y 1980). Por ende no me siento a plenitud en ninguno de los grupos, como que estoy y no. Quedamos en un limbo casi perpetuo. Entre quienes nacimos a mediados de los 60, no han surgido en México liderazgos sobresalientes que estén revolucionando el entorno, ni ideas muy originales acerca de cómo inventarnos una historia un poquitín diferente. Nos tocó crecer en un país que tuvo a la crisis como discurso recurrente, que vivió intentos por insertarse en la “modernización globalizante”, y que por los motivos que fuesen siempre terminábamos con la sensación de estar desandando el camino ganado. De la generación anterior nos tocó recibir respuestas autoritarias de quienes se decían poseedores de las verdades que nuestros ingenuos ojos no alcanzaban a ver. Hicimos nuestra lucha también, a pesar del desencanto de los que habían vivido u omitido las revueltas de los 60 y 70; porque sí, nos emocionamos con las rupturas de finales de los 80 y comenzamos a creer que la alternancia era viable. Cierto, en las artes se manifestaron voces que han sobresalido: el rock urbano de los 80, la narrativa de principios de los 90, la pintura y la gráfica de ambas décadas. Pero en la cosa pública, algo terminó desgastando el discurso. En entrevista con el New York Times, a raíz de la retrospectiva de su obra que se inauguró la semana pasada en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, Gabriel Orozco (que integraría también esta generación sándwich) resume bien el espíritu de la época: “Nunca fui un idealista. Nunca estuve en contra del mercado. Quise entenderlo. … Nunca estuve siquiera en contra de la pintura, sino en contra de la forma en que las personas estaban pintando, porque me parecía aburrido”. “Los héroes están fatigados”; así aborda Marco Enríquez-Ominami su personalísima historia que lo tiene como protagonista del Chile de hoy. Este treintañero, que hace unos días logró poco más del 20% de los votos en las elecciones presidenciales chilenas, recorre, a partir de sus dos padres (el de apellido Enríquez, desaparecido tras el golpe militar, y el de apellido Ominami, que lo crió) el destino de los luchadores de la izquierda chilena que pasaron del triunfo a la persecución o a la integración. Dice Enríquez-Ominami, en un documental de narrativa fluida, que los héroes de antaño se transformaron en esclavos de la eficiencia. Y que en Chile se le había apostado a jugar mejor en una cancha pequeña, pero conocida. Veo después el vídeo de cuando este cineasta anuncia su decisión de lanzarse como candidato a la Presidencia de su país: un muchacho que se ve aún más joven de lo que es, con cabello largo, chileno a más no poder, la bandera de su país de fondo, y una mirada que comienza a saber dónde está parada. El día de las votaciones, Enríquez-Ominami, twitteó que había ido a la tumba de su padre, con su hija de 5 años. “Emocionante. Ahora a votar.” No ganó, es cierto, pero a partir de un intenso debate con el pasado, este chileno pareciera estar demostrando que no se es joven por decreto ni por circunstancia biológica, sino por el atrevimiento de pensar que otro mundo es posible. En la parte final de su texto, Krauze apunta que es difícil creer en los representantes de la Generación X sin saber qué país quieren, si es que acaso ellos saben qué país quieren. Y sugiere que, tras asumir la orfandad (de liderazgos, de visiones) esta generación encuentre con creatividad los caminos para lograr el cambio estructural que México requiere. Cierra: “Ésa es su tarea para el año entrante: el Año del Bicentenario.” Nunca me ha convencido del todo la clasificación generacional, sobre todo si se toma como destino manifiesto e ineludible -que no es el caso aquí. Los personajes más atractivos siempre han sido los que existen a pesar de. Pero, tal vez, y por no dejar, toca que nuestra generación sándwich sacuda un poco esta especie de zona de confort, y haga de su no pertenencia una fortaleza. Enríquez-Ominami termina el documental hablando a su padre con una frase lapidaria: “me temo que tu muerte no sirvió de nada”. Yo temo que nuestra conciencia no sirva de nada, salvo que decidamos todavía imaginar que otro México, por ejemplo, es posible. Si no, ¿para qué demonios venimos al mundo los que ya andamos en los 40? Gabriela Warkentin es Directora del Departamento de Comunicación de la Universidad Iberoamericana, Ciudad de México; Defensora del Televidente de Canal 22; conductora de radio y TV; articulista.
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