Edmundo Paz Soldán
Especial Bicentenario
Babelia. El País
El latinoamericano de las últimas décadas nace con una vocación emigrante. Pero los que se han ido han seguido construyendo la grandeza del continente.
Carlos Fuentes dijo alguna vez que los argentinos descendían de los barcos. Se refería a cómo la inmigración de fines del XIX y principios del XX transformó por completo el país austral. Argentina fue un extremo, pero en los otros países latinoamericanos la inmigración también fue fundamental. Hay comunidades italianas en Venezuela, croatas en Bolivia, japonesas en el Perú. El aporte de los inmigrantes puede encontrarse tanto en el sector político como en el empresarial, artístico, deportivo o gastronómico.
Algo cambió en las últimas décadas. Latinoamérica dejó de ser un importante centro de atracción de inmigrantes y se convirtió, más bien, en una región de gente muy dispuesta a emigrar a otras latitudes. Las razones son estructurales y tienen que ver, sobre todo, con las dificultades de muchos países del continente para crear fuentes de trabajo capaces de brindar oportunidades de desarrollo y crecimiento. En esto han fracasado en general tanto los proyectos políticos neoliberales como los de la izquierda. En algunos casos ha habido notables mejorías, pero éstas son más las excepciones que la regla.
El latinoamericano de las últimas décadas ya nace con una vocación emigrante. Está la emigración al interior de una nación, que ha producido países centralistas, con capitales acromegálicas que devoran fácilmente al resto (Santiago, en Chile; Buenos Aires, en Argentina; el Distrito Federal, en México). Está la de un país a otro del continente: los centroamericanos que se trasladan a México; los peruanos que buscan mejores horizontes en Chile; los bolivianos que se instalan en Argentina. Y está, por supuesto, la emigración a España y a Estados Unidos.
Durante mucho tiempo los analistas vieron esta emigración como algo negativo para el continente. Se habló de la “fuga de cerebros”: ingenieros, intelectuales, académicos. Pero también emigra la mano de obra cualificada (plomeros, albañiles, electricistas) y gente sin trabajo dispuesta, simplemente, a buscarse la vida en otra parte. En los últimos años, los políticos y los economistas comenzaron a encontrarle algo positivo a esta emigración: las remesas enviadas de España y Estados Unidos al continente son la principal fuente de divisas en algunos países, sostienen economías familiares y apoyan la estabilidad macroeconómica.
Lo positivo va más allá de la cuestión económica. Hay que entender a los latinoamericanos de hoy como seres con una identidad fluida, gente que ha hecho de la incertidumbre ante el mañana una parte esencial de su ser. Los que se han ido nunca se han ido del todo: a través de las remesas, de la forma en que han logrado que su cultura eche raíces en territorios extraños, de un aporte artístico, intelectual y científico que no cesa, han seguido construyendo la grandeza del continente. Que el lenguaje español haya logrado establecerse en el gran imperio de Estados Unidos debe verse como un triunfo. Que haya grandes deportistas, escritores y científicos viviendo fuera del continente contribuye a la autoimagen de una América Latina acostumbrada a frustraciones y derrotismos.
Muchos latinoamericanos que viven lejos se han establecido en otros países y defienden otras banderas; otros continúan con un pie en su nuevo país y otro en el que dejaron, incapaces de afincarse definitivamente o de regresar de una vez por todas al lugar que añoran. Lo suyo es una utopía: vivir dos vidas a la vez, estar allá y aquí al mismo tiempo. Esa inestabilidad quizá no sea buena para el día a día, pero lo es para la creatividad: se necesita rapidez mental e imaginación para sobrevivir a los desafíos de la distancia sin abandonar los sueños del regreso. Algunos logran separar lo que hacen en compartimientos estancos: el nuevo país es el lugar donde se trabaja, el de origen es el territorio de los afectos. Otros encuentran la argamasa mágica que les permite conciliar esas varias vidas.
Es larga la lista de los que han nacido en América Latina y les ha ido muy bien en otra parte: Alma Guillermoprieto, Alejandro Amenábar, Diego Maradona, Junot Díaz, Salma Hayek, Daniel Barenboim… A los que se les mete el gusano de la culpa por haber partido hay que decirles que al hacerlo han ayudado a reinventar el continente; han enseñado que la adscripción geográfica es sólo una manera de ser latinoamericano. La emigración es dolor, soledad, nostalgia y mucho trabajo; también es júbilo, reinvención, deseo de futuro y flexibilidad. Así llegamos a los doscientos años: añorando nuestra tierra, pero sin dejar de celebrarla en cada gesto.
Edmundo Paz Soldán (Cochabamba, Bolivia, 1967). Los vivos y los muertos. Alfaguara. Madrid, 2009. 206 páginas. 15,50 euros.
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