Firma invitada Rafael Humberto Moreno-Durán fue una presencia habitual en la vida literaria barcelonesa. Juan Villoro glosa la vertiente personal de una figura clave de las letras colombianas, fallecido hace unos meses
Fausto en Bogotá
JUAN VILLORO
Culturas
La Vanguardia
Conversador torrencial, Rafael Humberto Moreno-Durán sólo fue ahorrativo en las iniciales que resumían su nombre como una clave sanguínea: R. H. Su pasión por el chiste y el veloz alfilerazo alternaba con hondas reflexiones sobre sus lecturas. Le gustaba verse como el poeta doctus que lo ha leído todo, pero también como el aventurero que bebe la copa de la experiencia. Fiel a su signo zodiacal, Escorpión, fue un explorador de causas últimas. De acuerdo con el designio astrológico, los grandes indagadores nacidos en noviembre se inclinan a los oficios extremos de la filosofía, la religión, la medicina o las rústicas paletadas del sepulturero. Rafael sabía tomar con gravedad el peso de la vida, detestaba a los oportunistas de las rutas fáciles y la frivolidad del éxito; sin embargo, era un Escorpión atemperado por el sentido del humor. Citaba a los clásicos con rigores de jurisprudencia, como el destacado estudiante de Derecho que fue en su juventud, pero el ingenio lo protegía de la pompa y sus circunstancias. Bromista impenitente, convertía la crítica en una forma del afecto. R. H. sólo se burlaba de alguien si despertaba en él suficiente interés para merecer sus dardos.
Desde su primer texto, Lautréamont, un prolegómeno de la rebelión, publicado en la revista Eco el año canónico de 1968, Moreno-Durán mostró lo mucho que le interesaba la reflexión a contrapelo. Narrador de la inteligencia, puso en tela de juicio los valores entendidos y buscó los favores de la radicalidad estética. No es casual que su último libro, Fausto. El infierno tan leído, se ocupara del intelectual asediado por su entorno, es decir, por el diablo. En un cuento que Italo Svevo dejó inconcluso y despertó la atención de Claudio Magris, Mefistófeles visita a Fausto pero lo encuentra abatido. El sabio ya no tiene nada que pedirle. El infierno, sugiere Svevo, es la pérdida de la curiosidad, la renuncia al nervioso desafío de la tentación. Moreno-Durán jamás pasó por ese trance. Quiso saberlo todo y vivirlo todo, hasta el último minuto. Coleccionista de relojes, quería atesorar el tiempo como el Fausto de su admirado Goethe.
Una lección esencial del pacto fáustico: el diablo divierte mucho. Su seducción deriva de que nunca se parece a sí mismo. A propósito de esta mixtificación, Freud comenta que Mefistófeles no aparece con cuernos y piel enrojecida, sino con una encantadora nariz.
Pero la atracción demoniaca también deriva de ofrecer un contacto con la zona oscura que sólo conoce el mal. ¿Hay algo más irresistible que el magnetismo de lo prohibido? Adrián Leverkühn, protagonista de Doktor Faustus, entiende que sólo Mefisto puede revelarle la perversa lucidez de quienes hacen de la caída moral una costumbre. Moreno-Durán termina su travesía fáustica con estas palabras: “Ya no estamos, pues, ante la dialéctica de la vida sino ante la dialéctica de la muerte. Fausto renuncia a la salvación, deshace el camino del paraíso y lentamente se precipita con nosotros y por nosotros en el complejo caos de nuestro tiempo. Solidario y cómplice, también en eso ha conquistado el derecho de ser nuestro contemporáneo”.
Moreno-Durán nunca llegó a la desmesura del Fausto ni quiso canjear su alma por la inmortalidad, pero como otros autores de alto rango interesados en el tema, indagó lo que el mundo le debe a la escuela del mal. Enla última página de Las ciudades invisibles Calvino observa que el temido “lugar sin límites” no es un intangible más allá sino el entorno que hace del mal una rutina. La labor del Fausto posmoderno, y más del que ha estudiado leyes, consiste en litigar contra el infierno que nos consta. El sonriente Moreno-Durán dotó a sus obras de una densa textura lingüística, una sensualidad del fraseo que comunicaba con una realidad quebrada y sórdida. Como novelista, exploró los desastres de la guerra en Mambrú, las entretelas de la política en Los felinos del canciller, las maquinaciones de la Inquisición en Cuestión de hábitos, la corrosiva pasión del cuerpo en la trilogía Femina Suite. R. H. se asignaba el papel de enviado especial al infierno pero no escribía los despachos de quien se limita a ser un espejo de la convulsa realidad que atestigua. Su estética exigía una pausada reelaboración. El humor adquiría en sus páginas una función piadosa; los comentarios enriquecían la acción con un temple cervantino ante la catástrofe, y el vocabulario crecía como una enramada capaz de confirmar que el espanto no impide la fertilidad. Crítico del presente y entusiasta de sus posibilidades, R. H. mantuvo dos ejes celebratorios: la escritura y la mujer, infinitas formas de la interpretación.
En la tradición fáustica, la inteligencia sólo prospera con cierta dosis de malignidad. Las ideas son afiladas. Nadie puede olvidar el certero aguijón del Rafael conversador, provisto de punta pero no de veneno. En largas sesiones, lo oí recortar a alguien con el esmero del escultor que inmortaliza a su modelo. Además, aceptaba de buen grado que el humor se revirtiera en su contra.
Admirador de Hermann Broch, concebía la novela como una forma de conocimiento, susceptible de enriquecerse con disquisiciones culturales, y se burlaba del rústico pintoresquismo de quienes aspiraban a reflejar la costumbre sin reinventarla. Su trabajo como ensayista es inseparable de su ejercicio como narrador: no se trata de un boxeo de sombra para combates mayores, sino del riguroso soporte de su inventiva. Su primer libro, De la barbarie a la imaginación, brinda un erudito repaso de la tradición hispanoamericana, Taberna in fabula traza un mapa de las literaturas centroeuropeas y cómo el halcón peregrino dialoga con los protagonistas de la literatura del idioma en la segunda mitad del siglo XX. Estas reflexiones se filtran a su narrativa, que aborda la trama como una forma de la reflexión.
Los libros y el exilio
Moreno-Durán desdeñaba la ficción que no se piensa a sí misma. Desconfiaba del pintoresquismo que ve al mundo con la indiferenciada atención de un espejo pero también de los gestos antiintelectuales. No creía en la literatura vitalista, donde el autor opera como un chamán que ignora sus fuerzas y se guía por una oscura intuición. Le gustaba recordar la absurda postura de Roman Jakobson, quien impidió que Nabokov diera clases en Harvard con el argumento de que los elefantes no están autorizados a hablar de zoología. Llamaba “jurásicos” a los autores que prefieren avanzar como dinosaurios que no se razonan a sí mismos; para él, las historias eran atributo de la inteligencia y dependían tanto de la acción como de las ideas.
R. H. no era un conversador de comentarios casuales, desprovistos de intensidad. En clave seria o humorística se ocupaba a fondo de su asunto. Recuerdo la tarde en que caminábamos por Barcelona y pasamos por un puesto de periódicos donde vendían una edición popular de El gatopardo. Rafael se detuvo a reflexionar sobre el hecho insólito de que Lampedusa escribiera esa obra única, apartado de la sociedad literaria de su tiempo, en el exilio insular de Sicilia. La novela lo entusiasmaba, pero no podía comprender el desacierto de alterar el punto de vista narrativo y dedicar un capítulo a un jesuita que en realidad no venía a cuento, o no de ese modo. El conversador literario hablaba como si corrigiera un borrador. Volvió varias veces sobre una determinada frase. Tardamos media hora en dar el siguiente paso.
Lector absoluto, de esos que se zambullen en las páginas como en otro elemento, R. H. se entregaba a los libros con una estrategia de canónigo. Odiaba leer como quien está de paso; necesitaba
Firma: Juan Villoro Escritor y ensayista mexicano nacido en 1956. ´Dios es redondo´ (Anagrama) es su publicación más reciente.
Un ático con vistas
En 1973, RHMD tenía 26 años y llegaba a Barcelona con la firme intención de convertirse en escritor. Lo consiguió: siete de sus libros fueron publicados o escritos en esa ciudad. Llegó en un barco, el ´Satrústegui´, que venía de Cartagena de Indias y que se incendió en el puerto al poco de descargar a su pasaje. Okupa primero en casa de Michi Strausfeld y Óscar Collazos, luego se mudó a un pequeño ático con vistas, al lado de la Biblioteca de Catalunya. Un día, Vargas Llosa le presentó a García Márquez, quien le explicó cuatro verdades: “Si se trata de dinero, gana uno más en el puerto levantando bultos”. RHMD pasaba horas en la filmoteca, compraba libros en el mercado de Sant Antoni, amaba a mujeres en cuyas casas se quedaba a escribir… Si quieren saber más, intenten tropezarse con otro colombiano que también vino un día a Barcelona, Juan Gabriel Vásquez, y que rastrea sus pasos.
Xavi Ayén
Deixeu un comentari