Los alcances de las reformas a los estatutos regionales autonómicos han encendido el debate político hispano
El Parlamento español todavía no se pronuncia sobre el estatuto reformado de Cataluña, pero el acuerdo logrado entre el Gobierno socialista y la mayoría de los partidos catalanes se hizo con la oposición del Partido Popular, que ve en la extensión de los poderes catalanes y en la mención de la palabra “nación” el comienzo de un “desmembramiento” de España.
La Nación
Chile
Cecile Chambraud
¿Debe seguir flameando la bandera española sobre la fortaleza de Montjüic, que domina Barcelona? Los catalanes ¿forman una nación o una nacionalidad? ¿Tienen derecho los vascos a la autodeterminación? ¿Es el valenciano una variante del catalán o más bien una lengua a título propio? ¿Tendrán todas las regiones españolas el control de la mitad de los impuestos a la renta y del IVA que se recogen en sus territorios?
Estas y otras mil preguntas dominan desde hace varios meses el debate político español. Y también las calles: el 18 de febrero miles de personas desfilaron por las calles de Barcelona proclamando “somos una nación, tenemos el derecho a decidir”.
Bajo la presión de los nacionalismos catalán y vasco, España ha emprendido desde hace un año una revisión completa de la articulación de sus territorios y de las normas que rigen sus relaciones con el Estado. El Jefe del Gobierno, el socialista José Luis Rodríguez Zapatero, alienta la tendencia hacia lo que llama “la España plural”.
La posibilidad del fin del terrorismo en el País Vasco y de un debate sobre el futuro jurídico-político de esa región, contribuye a acentuar el carácter conflictivo del tema.
Para una visión francesa, acostumbrada al ordenamiento razonado, la España plural ya existe: la “España de las autonomías”, tal como la inventó la Constitución de 1978, es la agrupación de diecisiete regiones y dos ciudades autónomas (los enclaves de Ceuta y Melilla, en Marruecos), dirigidas por gobiernos y parlamentos regionales, con prerrogativas diferentes, con variados grados de autonomía y cuatro lenguas co-oficiales además del castellano.
Estas colectividades se constituyeron en la segunda mitad de los años 70. Cada una se rige por un estatuto elaborado por sus representantes y ratificado luego por el Parlamento español.
El CASO CATALÁN
Por el momento, la demanda de modificar estos estatutos proviene de una docena de regiones. Una de las primeras en proceder a la revisión de su estatuto es Cataluña. Su voluntad se formalizó desde que, en 2003, el partido nacionalista de centroderecha Convergencia i Unió (CIU), que dirigía la región desde 1980, fue reemplazado por una coalición de izquierda dirigida por el socialista Pasqual Maragall, cuyo nacionalismo no cede en nada al de la CIU.
La alianza de Maragall con los independentistas de Esquerra Republicana de Catalunya (ERC) se basó justamente en el objetivo de reformar el estatuto de 1979, para aumentar las atribuciones y los recursos propios de Cataluña y para reforzar su identidad política tanto al interior como al exterior de España.
Rodríguez Zapatero, que por entonces se encontraba en la oposición, asumió la postura contraria a la orientación “españolista” y centralizadora fijada por su antecesor, el centroderechista José María Aznar, en su segundo mandato, y se comprometió públicamente a “apoyar el proyecto que adopte el ‘parlamento’ catalán”.
El actual jefe del Gobierno está convencido de que una “nueva etapa” descentralizadora que se encamina a una España más federal es la condición indispensable no sólo para su estabilidad y su gobernabilidad sino también para su misma cohesión. Desde su llegada al poder, han sido necesarios meses de negociaciones entre los socialistas de Madrid y los representantes catalanes para eliminar del proyecto aprobado por el “parlamento” de Barcelona las disposiciones que excedían ostensiblemente los límites de la Constitución.
Cataluña tendrá el control del 50% del impuesto a la renta y del IVA percibidos sobre su territorio, y del 58% de los impuestos a los alcoholes, al tabaco y los hidrocarburos. Pero, además de las finanzas, el punto de mayor litigio y con más carga política ha consistido en saber si Cataluña podía constitucionalmente definirse como una “nación”, sabiéndose que la Constitución reserva este término a España, aunque mencione la existencia de “nacionalidades” en su seno.
El Parlamento español todavía no se pronuncia, pero el acuerdo logrado entre el Gobierno y la mayoría de los partidos catalanes se hizo con la oposición del conservador Partido Popular (PP), que ve en la extensión de los poderes catalanes y en la mención de la palabra “nación” el comienzo de un “desmembramiento” de España. En el extremo opuesto, los independentistas de ERC se preguntan igualmente si, por razones inversas, no se pronunciarán en contra del compromiso. El proceso debe ser sancionado por un referendo.
Algunos meses después de su victoria electoral, Rodríguez Zapatero hizo rechazar, en cambio, por su mayoría, un proyecto de nuevo estatuto adoptado por una estrecha mayoría del “parlamento” vasco. Ese texto, de orientación soberanista, ilustraba el giro registrado en estos últimos años por el Partido Nacionalista Vasco (PNV), en el poder desde 1980.
Pero aunque el proyecto sea sepultado, el deseo de reformar el estatuto del País Vasco (Euskadi) se mantiene. El debate que debiera instalarse en el caso de que el grupo separatista vasco ETA renuncie a la violencia, podría acarrear aún más tensiones con la derecha.
La reforma del estatuto de Galicia podría ser más consensual. Los socialistas, que por primera vez conquistaron la presidencia de esta región en 2005, anhelan hacerla en acuerdo con el PP. Pero el Bloque Nacionalista Gallego, aliado minoritario de los socialistas, reivindica también la denominación de “nación”.
El PP no se opone en principio a la ampliación de las atribuciones de las autonomías: apoya por ejemplo las reformas incorporadas en Valencia y Andalucía y sus presidentes regionales observan con interés los nuevos poderes que se les ofrecen.
© Le Monde
(The New York Times Syndicate)
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