Caravana de anarquistas
La Vanguardia
John Dos Passos trabajó en 1940 para una fundación que ayudaba a los exiliados españoles a instalarse en Latinoamérica. Entre ellos estaba José Peirats.
IGNACIO MARTÍNEZ DE PISÓN – 14/09/2005
Ignacio Martínez de Pisón (Zaragoza, 1960) es autor de una extensa obra narrativa. Su último libro es ´Enterrar a los muertos´ (Seix Barral, 2005), sobre la muerte de José Robles, el traductor de John Dos Passos al castellano.
Al poco de acabar nuestra Guerra Civil, el escritor norteamericano John Dos Passos inició una activa colaboración con el New World Resettlement Fund, una organización privada con sede en Nueva York destinada a facilitar la instalación de refugiados republicanos españoles en Latinoamérica. Dos Passos se ocupó, entre otras cosas, de recabar fondos para financiar los programas, de darles publicidad por medio de cartas enviadas a importantes periódicos norteamericanos y de recurrir a diferentes personalidades en busca de apoyo. Entre estas personalidades estaba, por ejemplo, Claude Bowers, que había sido embajador en España hasta la derrota republicana y ahora lo era en Chile. El novelista conocía las simpatías del diplomático por la causa de la República y le propuso que intercediera ante las autoridades chilenas para que acogieran en ese país al mayor número posible de españoles.
Según la documentación que conserva Federico Arcos, veterano cenetista residente en Canadá, Dos Passos desempeñaba la secretaría de la organización (sólo por debajo de la presidencia, ocupada por un tal Oswald Garrison Villard), y entre los miembros del comité asesor estaba un buen amigo suyo, el ítalo-americano Carlo Tresca, director del periódico anarquista Il Martello que sería asesinado el 11 de enero de 1943, pocas horas después de almorzar con el propio Dos Passos. En representación del New World Resettlement Fund, hizo éste dos viajes a Latinoamérica durante el año 1940: en abril visitó Ecuador y en diciembre la República Dominicana y Haití.
En su biografía del novelista, Townsend Ludington despacha ambos viajes en apenas cinco líneas, y lo único que comenta es que Dos Passos se tomó muy en serio su misión y que permaneció en Ecuador durante todo un mes. Virginia Spencer Carr, autora también de una biografía del escritor, dedica algo más de atención a esos episodios. Gracias a ella sabemos que en el primero de los dos viajes descubrió Dos Passos la existencia de una edición pirata ecuatoriana de un libro suyo y que, como confió a su mujer en una carta del 29 de abril, sufrió algún que otro problema de liquidez, debido a las dificultades de la organización para hacerle llegar dinero. Gracias a ella sabemos también que su viaje a la República Dominicana tenía como objetivo facilitar a unos ciento cincuenta refugiados la salida de la isla en dirección a Ecuador, donde debían ser reacomodados en la Colonia Simón Bolívar, que él mismo había fundado en el mes de abril.
Que la República Dominicana no era el destino ideal para los republicanos españoles parecía evidente. Hacía diez años que los dominicanos vivían bajo la opresiva tutela del dictador Rafael Leónidas Trujillo, el Tigre del Caribe, autoproclamado Generalísimo de los Ejércitos y Benefactor de la Patria. Si éste, en 1939, se había mostrado dispuesto a acoger a algunos españoles, había sido sobre todo por su deseo de blanquear la raza de la población. Pero los refugiados difícilmente podían sentirse a gusto en un régimen como aquél, marcado por un autoritarismo de carácter personalista: no sólo la antigua Santo Domingo se había rebautizado como Ciudad Trujillo sino que también los puentes, las carreteras y el monte más alto de la isla ostentaban el nombre del tirano, y los retratos de éste presidían escaparates y salones al tiempo que lemas como Trujillo siempre y Dios y Trujillo adornaban las fachadas de los principales edificios.
Entre los españoles que abandonaron la República Dominicana para trasladarse a Ecuador estaba el castellonense José Peirats, que con el tiempo llegaría a ser secretario general de la CNT en el exilio. Peirats y sus compañeros habían llegado a la isla en diciembre del 39 e, instalados en un lugar llamado el Corral de los Indios, habían tratado de ganarse la vida trabajando la tierra, una actividad que muy pocos de ellos habían ejercido con anterioridad. No sólo carecían de experiencia sino también de las herramientas adecuadas, de animales de labor, de abonos… Como no podía ser de otra manera, a los pocos meses sólo pensaban en abandonar la isla y establecerse en México o en cualquier otro país del continente.
En su libro Estampas del exilio en América, publicado en París en 1950, recuerda Peirats los detalles de su salida de la República Dominicana y, entre ellos, “la cálida arenga de John Dos Passos, prodigando a pie derecho tantos consejos como pisotones”. Al escritor, según Peirats, le gustaba “perorar paseando”, y muy pocos de entre su auditorio se libraron aquel día de ser pisados por sus botas de cuero, “dos enormes apisonadoras de gran virtud callicida”. Peirats evoca con humor y agilidad la ceremonia de despedida, la travesía a bordo de un barco de bandera panameña, el tiempo que el grupo hubo de esperar en Barranquilla… En este puerto colombiano dejaron el achacoso y humilde Lovçen para embarcar en el lujoso Santa, y los refugiados españoles, “todavía con la sarna del campo de concentración”, se quedaron patitiesos al entrar en sus salones, “de un lujo versallesco”. No sin ironía, comenta Peirats que lo que había planeado Dos Passos al reservarles pasajes en tan suntuoso buque tal vez fuera “afrentar a los millonarios americanos” que viajaban a bordo.
Desembarcaron en Guayaquil un día de mediados de enero de 1941, y enseguida organizaron la caravana con la que debían viajar de Quito a la colonia, que estaba a unos doce kilómetros de Chiriboga, en la región de Saloya. Para llegar hasta allí tenían que subir hasta los tres mil metros de la cumbre de San Juan, dejar aunlado el volcán Pichincha y descender hasta una altitud de unos mil ochocientos metros. Allí, a juzgar por el texto del folleto con el que la organización trataba de captar donaciones, les esperaba el paraíso: “Una extensión de tierra virgen cubierta de bosques y bañada por cinco riachuelos que abren fértiles valles en las colinas y montañas de los alrededores”, unos terrenos ideales para cultivos tanto de climas templados (patatas, cereales) como subtropicales (cítricos, caña de azúcar, maíz, plátanos y una gran variedad de frutas y verduras autóctonas), una zona con tal riqueza maderera que la colonia no tendría problemas para ser autosuficiente…
Lo cierto es que, cuando por fin llegaron al lugar, uno de los pocos nativos con los que los refugiados se encontraron les recibió diciendo: “Van a ver los mistercitos cómo no es posible plantar nada”. No tardarían en comprobar que aquel hombre tenía razón. Las lluvias constantes y lo accidentado del terreno hacían casi imposible cualquier tipo de explotación agrícola. Cada temporal borraba los semilleros y sembrados del día anterior, hasta el punto de que “a la mañana siguiente de un día de labor nos era difícil adivinar dónde habíamos abierto el tajo”.
La vida en la colonia
Pese a todo, mal que bien, la colonia funcionaba. Las familias vivían en unas casitas agrupadas bajo el nombre de Villa Armonía. Los solteros, por su parte, compartían el Falansterio. En los bajos de este caserón, un tal Quílez había abierto una escuela y alternaba las funciones de maestro con su oficio de barbero. Y frente al Falansterio se levantaba La Espiga de Oro, la tahona en la que el propio Peirats, junto a otro compañero, amasaba el pan de cada día… Bien mirado, para una comunidad en la que abundaban los anarcosindicalistas, la organización interna de la colonia venía a cumplir, siquiera modestamente, el sueño anarquista de las colectividades.
“¡Felices tiempos aquéllos!”, escribiría Peirats años después. Felices tiempos que, por supuesto, no podían durar eternamente. El proyecto presentado por Dos Passos a los benefactores del New World Resettlement Fund tenía un presupuesto de unos veinticinco mil dólares y proponía asumir los gastos de cada refugiado por un periodo de un año, “al cabo del cual podrá mantenerse por sí mismo y será ya un miembro plenamente integrado en la comunidad”. La colonia, por tanto, tendría que ser autosuficiente para finales de 1941. ¿Se habría prolongado la ayuda de la entidad neoyorquina si por esas mismas fechas, concretamente el 7 de diciembre, no se hubiera producido el bombardeo de la aviación japonesa sobre Pearl Harbor? No lo sabemos. Lo que sí sabemos es que el bombardeo y la consiguiente entrada de Estados Unidos en la Guerra Mundial causaron un fuerte impacto en John Dos Passos, que incluso pasaría unos cuantos meses viajando por el Pacífico en calidad de corresponsal de guerra. Por eso no parece ir desencaminado Peirats cuando con cierta tristeza afirma que, tras el ataque a Pearl Harbor, “nuestras relaciones con la Fundación de Nueva York sufrieron la inevitable crisis. Sus aportaciones y sufragios quedaron interrumpidos. Dos Passos ya no se acordó más de nosotros”.
La estancia de Peirats en la colonia todavía se prolongaría unos cuantos meses más, y en ese tiempo recibieron la visita de Fernando de los Ríos. El ex ministro republicano, buen amigo de Dos Passos, dio en Quito una conferencia, al final de la cual hubo una colecta “que arrojó a nuestro favor algunos miles de sucres”. La visita concluyó con un concurso de cantos regionales en el que “fallaron, como casi siempre, los catalanes”. Tuvo que ser el propio Fernando de los Ríos, andaluz, quien acabara entonando una sardana.
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